viernes, julio 16, 2021

LAS CONTORSIONES QUE HABÍA QUE HACER PARA INGRESAR A ESPECTÁCULOS EN PENCO


           Parecía una cosa simple, pero no. Había que ejercitarse para darle la habilidad necesaria al cuerpo de estirarse y a la vez encogerse. Lo ideal hubiera sido alcanzar la versatilidad del fuelle de un acordeón. Y el porqué de este ejercicio físico lo imponían los espectáculos públicos a los que se podía acceder sólo poniendo en práctica esa habilidad. Era una exigencia para púberes porque los adultos no tenían problemas. Veamos.
     Por ejemplo, llegaban los circos con su persuasivo perifoneo por las calles del pueblo. El menú incluía animales salvajes del África con sus corajudos domadores, malabaristas de Estados Unidos, magos del Medio Oriente, contorsionistas brasileños y una caterva de payasos, los mejores de Chile. ¿Cómo no entusiasmarse para asistir a la función? Pero, había un pero para ingresar a la carpa del circo. Los niños pagaban un tercio del boleto de adulto. Por lo que no quedaba más que intentar un regreso a la niñez para poder entrar. Y ahí apelábamos a los ejercicios enunciados más arriba. Cuando uno llegaba al torniquete, donde estaba el recepcionista de boletos, había que simular tener menos edad. O sea, achicarse. No logro entender hoy cómo se hacía eso, pero funcionaba. Después de cruzar el umbral había que seguir caminando «achicado» hasta la ubicación en la galería porque el hombre del torniquete se daba vuelta a mirar si aquel niño era realmente lo que parecía, un niño. Entrar no garantizaba que alguno de los del circo pusiera su manaza sobre tu hombro al descubrir el engaño y echarte a la calle. Complicado.
        La segunda situación que comento exigía lo contrario, estirase o agrandarse. Las películas que se exhibían en el teatro de CRAV se clasificaban en forma distinta a hoy. Existían las categorías para mayores de 14 años, 18 años y 21 años. Un niño a un paso de la pubertad difícilmente va a engañar a alguien haber cumplido 14 años, salvo que ese alguien sea un portero distraído o «paleteado». En la puerta del cine y con el boleto en la mano había que agrandarse y llevar el ceño arrugado. Pero, en el caso que cito, el guardián de la puerta era incorruptible. En una oportunidad iba yo en compañía de Rivera, el mayor de los hermanos que les decían los tomates. Él enfrentó primero al cancerbero. Este con voz áspera le preguntó «edad». Y Rivera respondió sin amilanarse 42. ¿Pero, cómo? le dijo el portero con acento de ofendido (a esas alturas ya estábamos mal). Sí, pues, le replicó el tomate grande, nací en 1942, o sea, soy del 42 ¿y qué? El portero: Ya, pasa. Y mi amigo entró. A mi turno, el muchachote de la puerta, un enterado*, ni siquiera me preguntó. Bastó mirarme que yo iba empinado y con el cuello estirado para enviarme de regreso a la boletería a recoger mi plata.
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*Se le decía enterado o enterada ‒término despectivo a la persona inflexible en el cumplimiento de las órdenes recibidas; por lo general, con el fin de congraciarse con la jefatura. Sin embargo, convengamos que las reglas son para cumplirlas, lo demás es pretender engañar. Bien por el portero.  

 

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