Vista del puerto de Lirquén |
Los tatuajes eran un asunto exótico en Penco. Se tenía la
idea que quienes se tatuaban eran los piratas, los filibusteros y los maoríes. No se sabía de alguna persona que tuviera el cuerpo tatuado en la
comuna. El tema pertenecía al mundo de las revistas y de las novelas de Salgari. Incluso
Ray Bradbury escribió el cuento El Hombre Ilustrado, que narraba la vida de una
persona con todo su cuerpo lleno de dibujos bajo la piel. O sea, los tatuajes fueron una materia lejana. Hasta que asomaron
los primeros. Entraron por el muelle de Lirquén. Marineros del otro
lado del mundo con ropas novedosas y lenguas ininteligibles llegaron con los
brazos tatuados. Llevaban los dibujos en la cara interior del antebrazo y
lucían sirenas, anclas, serpientes, leones, murciélagos e insignias de sus países. Contrayendo los
músculos creaban la ilusión de que esas figuras de movían. Los tractoristas y
los estibadores del puerto de Lirquén que eran los primeros en tomar contacto con
estos extranjeros los miraban y admiraban.
Uno de esos días, un comerciante que detectó este deseo
trajo a Lirquén un tatuador ambulante y lo instaló con una mesa y una silla a
la salida del muelle, cerca de las líneas del tren. Y allí mismo el hombre comenzó a hacer su trabajo.
Tractoristas y estibadores podían elegir qué imagen colocarían bajo la piel de sus brazos y lucir así como esos marinos de costas lejanas. El experto tatuador
que trajeron a Lirquén tenía un equipo rudimentario y carecía de mano suave…
Así quienes querían parecerse a Sandokán y pagaban, tenían que estar dispuestos a sufrir un rato…
Imagen de referencia tomada de Imagi en internet. |
Las bodegas de vino, donde algunos trabajadores apagaban sus
penas o manifestaban sus alegrías, se convirtieron en los escenarios para exhibir
sus nuevos tatuajes: serpientes, buques de vela, escudos, banderas, etc. Hasta
que un amigo que era tractorista de Lirquén y que no quería ser menos, se atrevió y un día
después del trabajo, se presentó donde el extraño tatuador que hacía su pega
ahí en la calle a la vista de todos. Eligió un ancla con una serpiente enrollada.
Me lo encontré en la estación de Penco, pálido, con cara de
preocupación. ¿Qué pasó? Me mostró el brazo, hinchado y rojo, inflamado. Me
dijo que sentía un dolor enorme, como que se hubiera quemado con agua caliente.
El tatuador seguramente no tenía ninguna preocupación por la higiene y tal vez
le inyectó una infección a mi amigo con sus agujas. Debió presentarse en el
hospital de Lirquén para atenuar sus dolores. Sin embargo, pasada una semana se
recuperó y él también pudo mostrar orgulloso su antebrazo serpiente incluida. Así
comenzó la era de los tatuajes en Penco.
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