Penco, septiembre de 1957.
La trama de este love story de Penco hay que situarla en la década de 1950.
Ella, Yolanda, era colorina, de cabellera abundante y bien cuidada. En la tez pálida de su rostro destacaban pecas coquetas. Era una mujer bella. Para el momento en que se desarrolló esta historia, ella no tendría más de 22 años. Madre soltera de un niño pequeño. El padre, un taxista de Concepción que la visitaba periódicamente en la pieza modestísima que arrendaba en calle Alcázar. El hombre la mantenía. Hasta que por algún motivo un día, el taxista vino para llevarse a su hijo. Y se lo llevó. El vecindario se impuso del drama. Yolanda desesperada trató de recuperarlo, pero no logró su propósito. Se quedó sola en Penco, hasta que un segundo hombre saltó a la palestra. Y no era raro que eso ocurriera, puesto que, como decíamos, la mujer era muy atractiva.
En medio de esta vorágine de inestabilidad emocional, Yolanda se enamoró de un obrero de Fanaloza de nombre Pedro, que vivía en calle O'Higgins, en casa de sus padres. Un tipo simpático, joven, bien vestido de trato afable, sin vicios. Seguramente por su apellido de ascendencia española le decían “coñito”. Pero, el "coñito" era la cara opuesta del taxista, un tipo rudo, de aspecto decidido y machista.
Y prendió el romance espontáneo que ligó a Yolanda con Pedro. Hacían buena pareja, aunque el vecindario sabía que ella lloraba encerrada en su pieza por la ausencia de su niño, literalmente secuestrado por el padre taxista. Sólo sus más próximos supieron la verdadera razón de por qué aquel hombre huraño la dejó sin vuelta.
Pero, a la luz de los nuevos hechos, el mundo comenzó a sonreír otra vez para Yolanda. Era más habitual verla alegre, con sus vivaces ojos verdes, largas pestañas encrespadas y sus sabrosos labios sensuales. Enrique también se veía alegre. Le subieron los bonos porque en cosa de semanas pasó de solterón fome a gozar de la compañía de una mujer despampanante. El futuro se avizoraba todo color rosa para ambos. Pero, el destino tenía guardada una sorpresa.
En medio del promisorio noviazgo se produjo un inesperado cambio de planes, la familia de Pedro anunció que se iría de Penco. La madre, el padre y la hermana del joven locero vendieron la casa. Habían decidido radicarse en Quillota, donde residía el resto de los parientes. Y aquí vino el primer traspié: Pedro quiso seguir a sus padres y radicarse con ellos en esa ciudad de la provincia de Valparaíso. Por eso renunció a Fanaloza.
La familia de Pedro embarcó todas sus pertenencias y se fue primero, mientras que este último permaneció dos meses más en Penco.
Informada Yolanda del cambio y ante la inminente partida de Pedro, entró en depresión. Pero, ahí estuvo el joven locero para darle seguridades: él se instalaría en Quillota y en cosa de semanas volvería a Penco, para llevársela a su nuevo hogar en el norte. Casamiento en Quillota, a la brevedad. ¿De corazón Yolanda estaba dispuesta a un cambio tan radical?
Y llegó el día de la despedida, en enero de 1958. Pedro entregó la ex casa familiar de Las Heras a sus nuevos dueños, agarró su maleta y, en compañía de su adorada Yolanda, se dirigió a tomar la micro que lo llevaría a Concepción para abordar el tren al norte. La pareja se bajó en el centro penquista y, en vista que disponían de tiempo, a lo menos una hora, pasaron a servirse un refrigerio en una fuente de soda de calle Barros Arana. Ya en la estación (hoy sede del gobierno regional) Pedro compró unos libros, relatos de vaqueros que vendían en un kiosko, para matar las largas horas de viaje. Y se dijeron las palabras del adiós.
Fue un momento muy triste para los enamorados, una despedida llena de abrazos, besos y promesas. Muchas promesas. La más importante de estas últimas, que Yolanda también se mudaría a vivir a Quillota. Caminaron por el amplio andén de la estación y Pedro abordó el tren expreso a Santiago. De allí tomaría la combinación a Quillota en la estación Mapocho.
Yolanda volvió a Penco refugiándose en el juramento del “coñito” que volvería por ella en menos de dos semanas. El vecindario estaba feliz por la nueva vida que aguardaba a tan guapa mujer del barrio.
Desde aquel día la joven esperó y esperó. La gente le preguntaba que cuándo se iría ella también, que por qué no se iba sola. Y ella respondía que no conocía esa ciudad, que no sabía ni dónde quedaba ni menos cómo llegar, y decía que era mejor esperar, que ya le llegaría alguna carta de Quillota. Pero, su intuición también le susurraba al oído y ella lloraba. Y lloró por muchos meses más.
¿Otra universal e incumplida promesa de amor? El “coñito” la dejó plantada, nunca volvió por ella y jamás le escribió una sola carta. Desengañada Yolanda y enfrentada a la realidad, se fue de Penco a vivir a Concepción para iniciar una batalla judicial y lograr la tuición de su hijo o para reencontrarse con el rudo taxista, a quien probablemente no olvidó pese a las promesas del "coñito”. Desde entonces ese vecindario de Penco nunca más supo de ella, del mismo modo nadie supo nada más de Pedro. El amor de ambos fue breve y bello pero el tiempo lo barrió para siempre por la inconsistencia de las palabras y la inconsecuencia de una de las partes. Hoy tampoco nada es igual en el lugar donde transcurrió aquella frágil historia amorosa.
LOVE STORY DE PENCO:
La trama de este love story de Penco hay que situarla en la década de 1950.
Ella, Yolanda, era colorina, de cabellera abundante y bien cuidada. En la tez pálida de su rostro destacaban pecas coquetas. Era una mujer bella. Para el momento en que se desarrolló esta historia, ella no tendría más de 22 años. Madre soltera de un niño pequeño. El padre, un taxista de Concepción que la visitaba periódicamente en la pieza modestísima que arrendaba en calle Alcázar. El hombre la mantenía. Hasta que por algún motivo un día, el taxista vino para llevarse a su hijo. Y se lo llevó. El vecindario se impuso del drama. Yolanda desesperada trató de recuperarlo, pero no logró su propósito. Se quedó sola en Penco, hasta que un segundo hombre saltó a la palestra. Y no era raro que eso ocurriera, puesto que, como decíamos, la mujer era muy atractiva.
En medio de esta vorágine de inestabilidad emocional, Yolanda se enamoró de un obrero de Fanaloza de nombre Pedro, que vivía en calle O'Higgins, en casa de sus padres. Un tipo simpático, joven, bien vestido de trato afable, sin vicios. Seguramente por su apellido de ascendencia española le decían “coñito”. Pero, el "coñito" era la cara opuesta del taxista, un tipo rudo, de aspecto decidido y machista.
Y prendió el romance espontáneo que ligó a Yolanda con Pedro. Hacían buena pareja, aunque el vecindario sabía que ella lloraba encerrada en su pieza por la ausencia de su niño, literalmente secuestrado por el padre taxista. Sólo sus más próximos supieron la verdadera razón de por qué aquel hombre huraño la dejó sin vuelta.
Pero, a la luz de los nuevos hechos, el mundo comenzó a sonreír otra vez para Yolanda. Era más habitual verla alegre, con sus vivaces ojos verdes, largas pestañas encrespadas y sus sabrosos labios sensuales. Enrique también se veía alegre. Le subieron los bonos porque en cosa de semanas pasó de solterón fome a gozar de la compañía de una mujer despampanante. El futuro se avizoraba todo color rosa para ambos. Pero, el destino tenía guardada una sorpresa.
En medio del promisorio noviazgo se produjo un inesperado cambio de planes, la familia de Pedro anunció que se iría de Penco. La madre, el padre y la hermana del joven locero vendieron la casa. Habían decidido radicarse en Quillota, donde residía el resto de los parientes. Y aquí vino el primer traspié: Pedro quiso seguir a sus padres y radicarse con ellos en esa ciudad de la provincia de Valparaíso. Por eso renunció a Fanaloza.
La familia de Pedro embarcó todas sus pertenencias y se fue primero, mientras que este último permaneció dos meses más en Penco.
Informada Yolanda del cambio y ante la inminente partida de Pedro, entró en depresión. Pero, ahí estuvo el joven locero para darle seguridades: él se instalaría en Quillota y en cosa de semanas volvería a Penco, para llevársela a su nuevo hogar en el norte. Casamiento en Quillota, a la brevedad. ¿De corazón Yolanda estaba dispuesta a un cambio tan radical?
Y llegó el día de la despedida, en enero de 1958. Pedro entregó la ex casa familiar de Las Heras a sus nuevos dueños, agarró su maleta y, en compañía de su adorada Yolanda, se dirigió a tomar la micro que lo llevaría a Concepción para abordar el tren al norte. La pareja se bajó en el centro penquista y, en vista que disponían de tiempo, a lo menos una hora, pasaron a servirse un refrigerio en una fuente de soda de calle Barros Arana. Ya en la estación (hoy sede del gobierno regional) Pedro compró unos libros, relatos de vaqueros que vendían en un kiosko, para matar las largas horas de viaje. Y se dijeron las palabras del adiós.
Fue un momento muy triste para los enamorados, una despedida llena de abrazos, besos y promesas. Muchas promesas. La más importante de estas últimas, que Yolanda también se mudaría a vivir a Quillota. Caminaron por el amplio andén de la estación y Pedro abordó el tren expreso a Santiago. De allí tomaría la combinación a Quillota en la estación Mapocho.
Yolanda volvió a Penco refugiándose en el juramento del “coñito” que volvería por ella en menos de dos semanas. El vecindario estaba feliz por la nueva vida que aguardaba a tan guapa mujer del barrio.
Desde aquel día la joven esperó y esperó. La gente le preguntaba que cuándo se iría ella también, que por qué no se iba sola. Y ella respondía que no conocía esa ciudad, que no sabía ni dónde quedaba ni menos cómo llegar, y decía que era mejor esperar, que ya le llegaría alguna carta de Quillota. Pero, su intuición también le susurraba al oído y ella lloraba. Y lloró por muchos meses más.
¿Otra universal e incumplida promesa de amor? El “coñito” la dejó plantada, nunca volvió por ella y jamás le escribió una sola carta. Desengañada Yolanda y enfrentada a la realidad, se fue de Penco a vivir a Concepción para iniciar una batalla judicial y lograr la tuición de su hijo o para reencontrarse con el rudo taxista, a quien probablemente no olvidó pese a las promesas del "coñito”. Desde entonces ese vecindario de Penco nunca más supo de ella, del mismo modo nadie supo nada más de Pedro. El amor de ambos fue breve y bello pero el tiempo lo barrió para siempre por la inconsistencia de las palabras y la inconsecuencia de una de las partes. Hoy tampoco nada es igual en el lugar donde transcurrió aquella frágil historia amorosa.
LOVE STORY DE PENCO:
LA RESPUESTA
(SEGUNDA PARTE)
Limache, 24 de agosto de 2010
¿Pero, qué pasó verdaderamente? ¿Por qué el "coñito" no volvió a buscar a Yolanda? ¿O regresó silenciosamente para llevársela y nadie lo supo? Sólo un ser humano en este mundo tiene la respuesta, pensé intrigado, y esa persona es el "coñito", nadie más. Si me lo encontraba en la vida se lo preguntaría. Era claro que si todavía existía sobre la faz de la tierra, tendría que estar en Quillota.
Ese día de agosto visité Quillota por motivos profesionales. Terminado mi trabajo y siendo aún temprano ingresé en las páginas blancas para buscar su nombre. Ahí estaba con número telefónico y dirección. Map city me ayudó a localizar el punto. Estaba a seis cuadras del lugar en que me encontraba. Subí a mi auto y en vez de tomar el camino de regreso a Santiago, me fui a la dirección. Se cumplían 52 años de la última vez que había visto al "coñito" en Penco, cuando fue casa por casa a despedirse de las familias amigas del barrio. Estacioné frente a la reja con el número que tenía anotado. Toqué el timbre. Salió una mujer de sonrisa agradable, me saludó y me preguntó ¿a quién busca?. Y le respondí con otra pregunta ¿Vive aquí don Pedro (me reservo el apellido)? La mujer me dijo que sí pero siguió con sus preguntas: ¿él lo ubica a usted?. Pero, claro, le dije, somos amigos de muchos años. Si es así, agregó ella, pase usted, adelante. Crucé la puerta e ingresé al living de la casa. ¿Usted es la hermana de don Pedro?, le pregunté para ubicarme. Asintió con la cabeza, me invitó a tomar asiento y volvió a sus labores de costura, porque cuando llegué la vi desde afuera que estaba cosiendo en una habitación lateral. Sentado en un sillón esperé nervioso. Uno o dos minutos. Sentí unos pasos que se acercaban por el pasillo. Mi corazón latió rápido.
Frente a mí tuve la figura de un hombre mayor, delgado, de pelo fino, sin canas, con peinado bien cuidado. Llevaba una bufanda. Sus ojos brillaban detrás de sus lentes ópticos. Tendió la mano para saludarme, frunció las cejas y me preguntó con suavidad ¿dónde lo he visto a usted señor?
--Don Pedro --le dije emocionado-- nos hemos vistos varias veces, en Penco.
--¿En Penco? Ah, sí, yo viví por muchos años en Penco.
--Yo era un niño entonces y usted trabajaba en Fanaloza. Considero que éramos amigos porque usted era muy amigo de los niños del barrio.
--¡Qué agradable sorpresa! ¿Y a qué se debe su visita señor, amigo?--, me preguntó.
--Nada don Pedro, sólo saludar a un amigo que dejó recuerdos en Penco--, se lo dije mirándolo a los ojos para ver si sintonizaba. Pedro no me despegaba la vista. Su mirada penetrante denotaba una delicada picardía que se fue transformando en ternura. Sus ojos de anciano guardaban un brillo vital, dulce, de un abuelo simpático que escarbaban en retrospectiva y que quizás reconstruían las imágenes del adiós que le transmitió a Yolanda en la estación ferroviaria de Concepción, aquel lejano día del verano de 1958. Él guardó silencio por largos segundos. Para traerlo al presente le dije:
--Don Pedro, los niños a usted le decíamos "coñito", ¿se acuerda?
Su cara se iluminó, porque por primera en medio siglo oía de nuevo el apodo.
--Tiene usted razón, me decían "coñito".-- Y rió inmerso en súbitos recuerdos.
Fue justo en ese momento cuando me dijo:
--Le voy a presentar a mi señora...
(¡No!, ¿finalmente se casó con Yolanda y se la trajo a Limache sin que nadie supiera?, pensé casi angustiado por la emoción. Voy a ver de nuevo a la bella colorina de entonces. Sabré qué pasó con su hijo secuestrado por el padre-taxista-violento, me dije con el corazón lleno de expectativas). Oí que unos pasos de mujer se acercaban en dirección al living donde yo me encontraba con el "coñito".
Y apareció ella alta, fina más joven que el "coñito". Su pelo era rubio entreverado con canas, nariz respingona, sonrisa explícita. (¿Ella es Yolanda? me pregunté en silencio ocultando mi emoción. No estaba seguro. Si era ella, ¡cómo cambió pero sigue casi igual!. La miré tratando de unir el pasado con el presente, para establecer las semejanzas o las diferencias. Sí, me dije, los años la han cambiado, aposté: ¡tiene que ser Yolanda y ella frente a mí aún no me reconoce!)
--Ella es mi señora--, me dijo orgulloso el "coñito" sin identificarla por su nombre.
Nos saludamos de mano y de beso.
(Y yo, nervioso, le preguntaba con el pensamiento: ¿Usted es Yolanda, verdad? ¡Diga que sí por favor para cerrar esta historia! Usted es la misma, continué pensando ansioso durante infinitos segundos.)
Y don Pedro rompió el silencio que siguió a nuestra presentación dirigiéndose a ella:
--Él es un amigo de Penco que ha pasado a visitarme--.
(Mientras, yo trataba de descubrir a Yolanda en aquella mujer. Dígame que es usted, pensé casi en voz alta).
--No lo puedo creer, ¿usted es de Penco?-- me preguntó ella sorprendida como si yo hubiera sido alguien conocido. Me clavó la vista y levantó sus cejas con una amplia sonrisa y una sutil coquetería. Quería oír mi respuesta.
Pero, yo me había quedado mudo y sólo atiné a asentir con la cabeza mientras ganaba tiempo para auscultar su rostro en un esfuerzo por descubrir aquellas pecas de entonces, indagando su identidad en lo profundo de sus ojos claros.
Ella le habló al marido con femenina displicencia, dirigiendo la vista hacia ninguna parte, como haciendo memoria:
--El cambio de Penco a Quillota fue en 1958, ¿verdad cariño?
El "coñito" movió la cabeza afirmativamente con seguridad, se giró hacia mí y me miró leyendo mi mente. Lo que me dijo zanjó esa sospecha tremenda que atenazaba mis pensamientos y que era el motivo de mi visita. Su respuesta me dejó un nudo en el pecho:
--Mi señora es de Quillota, nacida y criada aquí--.
Limache, 24 de agosto de 2010
¿Pero, qué pasó verdaderamente? ¿Por qué el "coñito" no volvió a buscar a Yolanda? ¿O regresó silenciosamente para llevársela y nadie lo supo? Sólo un ser humano en este mundo tiene la respuesta, pensé intrigado, y esa persona es el "coñito", nadie más. Si me lo encontraba en la vida se lo preguntaría. Era claro que si todavía existía sobre la faz de la tierra, tendría que estar en Quillota.
Ese día de agosto visité Quillota por motivos profesionales. Terminado mi trabajo y siendo aún temprano ingresé en las páginas blancas para buscar su nombre. Ahí estaba con número telefónico y dirección. Map city me ayudó a localizar el punto. Estaba a seis cuadras del lugar en que me encontraba. Subí a mi auto y en vez de tomar el camino de regreso a Santiago, me fui a la dirección. Se cumplían 52 años de la última vez que había visto al "coñito" en Penco, cuando fue casa por casa a despedirse de las familias amigas del barrio. Estacioné frente a la reja con el número que tenía anotado. Toqué el timbre. Salió una mujer de sonrisa agradable, me saludó y me preguntó ¿a quién busca?. Y le respondí con otra pregunta ¿Vive aquí don Pedro (me reservo el apellido)? La mujer me dijo que sí pero siguió con sus preguntas: ¿él lo ubica a usted?. Pero, claro, le dije, somos amigos de muchos años. Si es así, agregó ella, pase usted, adelante. Crucé la puerta e ingresé al living de la casa. ¿Usted es la hermana de don Pedro?, le pregunté para ubicarme. Asintió con la cabeza, me invitó a tomar asiento y volvió a sus labores de costura, porque cuando llegué la vi desde afuera que estaba cosiendo en una habitación lateral. Sentado en un sillón esperé nervioso. Uno o dos minutos. Sentí unos pasos que se acercaban por el pasillo. Mi corazón latió rápido.
Frente a mí tuve la figura de un hombre mayor, delgado, de pelo fino, sin canas, con peinado bien cuidado. Llevaba una bufanda. Sus ojos brillaban detrás de sus lentes ópticos. Tendió la mano para saludarme, frunció las cejas y me preguntó con suavidad ¿dónde lo he visto a usted señor?
--Don Pedro --le dije emocionado-- nos hemos vistos varias veces, en Penco.
--¿En Penco? Ah, sí, yo viví por muchos años en Penco.
--Yo era un niño entonces y usted trabajaba en Fanaloza. Considero que éramos amigos porque usted era muy amigo de los niños del barrio.
--¡Qué agradable sorpresa! ¿Y a qué se debe su visita señor, amigo?--, me preguntó.
--Nada don Pedro, sólo saludar a un amigo que dejó recuerdos en Penco--, se lo dije mirándolo a los ojos para ver si sintonizaba. Pedro no me despegaba la vista. Su mirada penetrante denotaba una delicada picardía que se fue transformando en ternura. Sus ojos de anciano guardaban un brillo vital, dulce, de un abuelo simpático que escarbaban en retrospectiva y que quizás reconstruían las imágenes del adiós que le transmitió a Yolanda en la estación ferroviaria de Concepción, aquel lejano día del verano de 1958. Él guardó silencio por largos segundos. Para traerlo al presente le dije:
--Don Pedro, los niños a usted le decíamos "coñito", ¿se acuerda?
Su cara se iluminó, porque por primera en medio siglo oía de nuevo el apodo.
--Tiene usted razón, me decían "coñito".-- Y rió inmerso en súbitos recuerdos.
Fue justo en ese momento cuando me dijo:
--Le voy a presentar a mi señora...
(¡No!, ¿finalmente se casó con Yolanda y se la trajo a Limache sin que nadie supiera?, pensé casi angustiado por la emoción. Voy a ver de nuevo a la bella colorina de entonces. Sabré qué pasó con su hijo secuestrado por el padre-taxista-violento, me dije con el corazón lleno de expectativas). Oí que unos pasos de mujer se acercaban en dirección al living donde yo me encontraba con el "coñito".
Y apareció ella alta, fina más joven que el "coñito". Su pelo era rubio entreverado con canas, nariz respingona, sonrisa explícita. (¿Ella es Yolanda? me pregunté en silencio ocultando mi emoción. No estaba seguro. Si era ella, ¡cómo cambió pero sigue casi igual!. La miré tratando de unir el pasado con el presente, para establecer las semejanzas o las diferencias. Sí, me dije, los años la han cambiado, aposté: ¡tiene que ser Yolanda y ella frente a mí aún no me reconoce!)
--Ella es mi señora--, me dijo orgulloso el "coñito" sin identificarla por su nombre.
Nos saludamos de mano y de beso.
(Y yo, nervioso, le preguntaba con el pensamiento: ¿Usted es Yolanda, verdad? ¡Diga que sí por favor para cerrar esta historia! Usted es la misma, continué pensando ansioso durante infinitos segundos.)
Y don Pedro rompió el silencio que siguió a nuestra presentación dirigiéndose a ella:
--Él es un amigo de Penco que ha pasado a visitarme--.
(Mientras, yo trataba de descubrir a Yolanda en aquella mujer. Dígame que es usted, pensé casi en voz alta).
--No lo puedo creer, ¿usted es de Penco?-- me preguntó ella sorprendida como si yo hubiera sido alguien conocido. Me clavó la vista y levantó sus cejas con una amplia sonrisa y una sutil coquetería. Quería oír mi respuesta.
Pero, yo me había quedado mudo y sólo atiné a asentir con la cabeza mientras ganaba tiempo para auscultar su rostro en un esfuerzo por descubrir aquellas pecas de entonces, indagando su identidad en lo profundo de sus ojos claros.
Ella le habló al marido con femenina displicencia, dirigiendo la vista hacia ninguna parte, como haciendo memoria:
--El cambio de Penco a Quillota fue en 1958, ¿verdad cariño?
El "coñito" movió la cabeza afirmativamente con seguridad, se giró hacia mí y me miró leyendo mi mente. Lo que me dijo zanjó esa sospecha tremenda que atenazaba mis pensamientos y que era el motivo de mi visita. Su respuesta me dejó un nudo en el pecho:
--Mi señora es de Quillota, nacida y criada aquí--.
-----------
Los nombres de estas personas fueron modificados.
1 comentario:
excelente historia con un final tremendo, un verdadero "golpe de nocaut..", como diría J. Cortazar. Iván (Venezuela)
Publicar un comentario