Ese día del caluroso mes de enero de 1956 Eloísa se aferró
de la mano de su madre cuando ambas bajaron de la micro en la esquina de Las
Heras y Yerbas Buenas. Un grupo de niños y sus familiares aguardábamos su
llegada. Luego de los saludos, hicimos turnos para ayudarlas a llevar las
bolsas con sus pertenencias a la casa de sus anfitriones en calle Alcázar. La
madre de Eloísa explicó allí que una de las grandes expectativas de su hija
estando en Penco sería conocer el mar. ¡Por favor, haberlo dicho antes!
En efecto, bastó con que los niños escucháramos ese íntimo
anhelo de Eloísa para que la tomáramos de la mano y la lleváramos corriendo a
la orilla de la playa. La niña no alcanzó ni a sentarse para un café en la casa
que la había recibido. Nos fuimos trotando por la calle. Eloísa reía nerviosa y esperaba
con temor ese encuentro con el mar. Nosotros apuntábamos con el dedo hacia al
oeste diciéndole allá está, allá está. Pero, el talud de la línea del tren
impedía ver la vastedad de la bahía. Con los otros niños decidimos que la mejor
calle para salir a la playa era El Roble. Y por ahí nos fuimos.
Faltaban unos metros para subir hasta la línea cuando Eloísa se
detuvo. La miramos y le dijimos que nos siguiera. Pero, ella no quiso, movió la
cabeza y no dijo palabra. Nosotros llegamos a la parte alta del talud y desde
ahí tratamos de persuadirla para que avanzara. Así lo hizo, lentamente, paso a
paso llegó a unirse con nosotros parados en los durmientes.
Eloísa levantó la vista y miró temerosa el suave oleaje del
mar y sus ojos siguieron la superficie azul hasta chocar con la isla Quiriquina
y de ahí más allá. Nosotros la contemplábamos. Y notamos que sus ojos claros se
llenaron de lágrimas. A su pequeña memoria llegaban todos los monstruos marinos
y piratas sanguinarios que ella oyó de sus mayores en su casa natal. Los niños
también quedamos mudos al comprobar la emoción de nuestra amiga visitante. Ya
sin prisa ni presiones, la tomamos de la mano y la invitamos a bajar hacia la
playa. Ella nos siguió cautelosa. Nos quitamos los zapatos y metimos los pies
en el agua. Ella nos miró, en seguida nos imitó. Avanzó con sus pies llenos de
arena y chapoteó en la orilla. Con uno de sus dedos de la mano tocó el agua y
se lo llevó a la boca, comprobó entonces lo salado que era el mar, tal como le
habían contado. Eloísa siguió chapoteando y después con los demás niños hicimos
rondas jugando en la arena. Al día siguiente Eloísa regresó a Los Ángeles para
contar entre los suyos aquella inmensa experiencia de haber conocido el mar.
Seguramente volvió tiempo después a Penco, pero no lo supimos.
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