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HARRY POTTER, interpretado por Daniel Radcliffe. |
Así era mi pieza cuando yo tenía 12.
Mi habitación, toda de madera, medía de alto unos 3 metros y la
superficie, quizá unos 16 m2. Sí, era grande, pero había
otras cosas de la casa ahí aunque yo fuera su único huésped
nocturno. Las tablas nativas de que estaba contruida presentaban una
tonalidad rojiza oscura. Originalmente debieron tener un tinte
natural más claro y más vivo. Nunca recibieron una manito de
pintura, pero lucían muy bien incluso con el paso del tiempo. Mi
cama estaba en una esquina de mi pieza. El muro de mi derecha yo lo
conocía de memoria: sus clavos, las nudosidades de la madera. Yo
miraba esas tablas machihembradas en horizontal noche tras noche
esperando que me invadiera el sueño, día tras día cada vez al
despertar. Una de aquellas tablas que quedaba a la altura de mi
cabecera tenía una significación sólo para mí. Una trizadura, un
defecto de elaboración, que yo me figuraba el perfil de un cocodrilo
somnoliento: la cabeza apoyada en el suelo, los ojos achinados entre
cerrados y las fauces herméticas. Nada para sobresaltarse porque era
sólo mi interpretación del aserrado defectuoso de esa tabla
particular. Centenares de veces, mi cocodrilo, al que llamé dombio
(con minúscula), fue la última imagen que se me desvanecía al
dormirme cuando no apagaba la luz y la primera con la que tropezaba
al abrir los ojos al día siguiente. Ese ejercicio mío de pareidolia
creó a dombio con su ociosidad infinita.
Sigamos mirando mi pieza
que nada tenía que ver con las habitaciones descritas tan
delicadamente por Proust (En Busca del Tiempo Perdido) ni con el
espacio confinado de la pieza llena de telarañas de Harry Potter. Desde el centro del cielo raso pendía un cordón
negro de unos 40 centímetros recubierto de un tejido de algodón
aislante que remataba en una ampolleta. El interruptor estaba junto a
la puerta que daba al patio de la casa, o sea, retirado de mi
ubicación. Sin embargo, que quedara lejos de mi cama no era problema
porque yo tenía una lamparita de velador con una pantalla de papel
encerado, regalo de mi mamá. Mi lámpara ocupaba el centro del
velador hecho en madera terciada fabricado ‒según
me dijeron‒
unos 30 años antes por un carpintero de Cerro Verde, a quien
no conocí ni tampoco supe su nombre. De buenas terminaciones, bien
barnizado, el velador tenía un pálido estilo decó. En Nochebuena
había que despejar el velador para poner sobre él mis zapatos,
señal inequívoca para que el viejo Noel hiciera su trabajo: dejar
los regalos de Navidad, que los niños de entonces abríamos el 25 de
diciembre en la mañana. Así, con la luz a la mano, podía leer
hasta tarde si todavía me quedaban energías después de días
intensos de corretear de aquí para allá... noches de días
agitados. Como se ve, de Proust nada pero de Harry Potter sí, ya que
había una pequeña telaraña allá arriba que yo no quería barrer
para no molestar a su oculta moradora.
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PORTADA del libro "En Busca del Tiempo Perdido", Proust. |
En una oportunidad llegó a mis manos
un sobre, un regalo, que contenía estampitas coloreadas de aviones
de guerra de unos 10 x 8 cm cada una. Me gustaron tanto esas fotos de
aviones –unos
estaban en vuelo y otros en las pistas–,
que las pegué en el muro junto a mi cama. Cubrí casi un metro
cuadrado como un mosaico. Dombio fue al sacrificio, quedó oculto.
Las estampitas iluminaron con su vivo colorido el ahumado tono de las
maderas. Antes de dormirme o cuando en las mañanas me quedaba en
cama más de la cuenta, me embobaba mirando esas pequeñas imágenes
de cielos lejanos y aeropuertos ignotos. Un metro más arriba de ese
pegoteo, colgaba mi crucifijo color verde manzana, cuyos maderos de
baquelita terminaban en trébol. Por las noche, mi Cristo permanecía
iluminado varios minutos después de apagar la luz de la lámpara por
el efecto fosforescente ad hoc. Fue también que sentado al borde de
esa cama mi madre me enseñó a rezar el Padrenuestro y a
memorizarlo. Muchos años después cada vez ese recuerdo de ella
pidiéndome que la siguiera en la oración del Padrenuestro viene a
mi memoria dulcemente. Otras noches ella me leía los cuentos del
libro Las Mil y Una Noches. Elegía las narraciones que más me
gustaban, en especial las ingeniosas aventuras de Simbad el marino,
sus preparativos para zarpar desde el puerto de Bassora y todas las
peripecias que mi héroe enfrentaba después por las islas y costas
del Golfo Pérsico. A mis espaldas, por el lado izquierdo
el muro de mi cabecera se prolongaba más allá del velador y se
encontraba con el marco de la puerta del pasadizo central de la casa.
Al otro lado de ese acceso cubierto por una cortina, por el mismo
costado, un ropero ocupaba esa esquina opuesta a la de mi cama.
Las ventanas y la puerta del patio
miraban al oriente, hacia los cerros. En las noches oscuras y sin
luna podía ver a través de los vidrios por encima de las cortinas
las estrellas titilando en el cielo sobre las siluetas negras de las
copas de pinos allá lejos en el horizonte de Penco. Y durante furiosos temporales, los
aguaceros rugían chapoteando sobre las planchas del techo hechas de
un compuesto de cemento y amianto. Jamás una gotera y nunca sentí
frío. Y para los temblores, dependiendo de su intensidad, mi pieza
se quejaba exhalando gemidos por todos sus clavos oxidados, como un
barco en un mar picado. El terremoto madrugador del 21 de mayo de
1960, puso a prueba la resistencia de esos clavos en medio de una
quejumbre interminable.
Los sonidos originados en el exterior
se filtraban por las maderas y llegaban ruidosos a mis oídos
mientras permanecía adormilado en mi cama. Se escuchaban como un
rumor los golpes de los ejes de carretas de carbón en la calzada sin
pavimentar de la calle cercana y el voceo de sus vendedores quienes
bajaban de los cerros con la esperanza de ganar algún dinero. La
misma esperanza tenía esa mujer desgreñada que todos conocíamos
quien con un canasto bajo el brazo pasaba vendiendo pescado. Y casi
al mismo tiempo oía el silbato del vendedor de leche cuya carretela
tirada por un caballo me era tan familiar o la campanilla con que los
trabajadores municipales se hacían anunciar para retirar la basura.
En una ocasión salí de casa
preocupado porque los vecinos decían en voz alta que los carabineros
andaban buscando al Lalo. El Lalo era mi amigo, un par de años
mayor, ¿por qué?, ¿qué habrá hecho de malo?, ¿por qué habrían
de llevárselo preso? Esto no me lo han contado, ví a dos
carabineros golpear la puerta de su casa, lo buscaban por encargo de
la Escuela donde estudiábamos. La acusación: hacer la cimarra. No
supe si lo detuvieron, lo que sí se dijo fue que no fue habido
porque el Lalo arrancó a tiempo para enconderse debajo de uno de los
catres de su casa. Pero, lo cierto era que en esos años los
cimarreros tenían que pensarlo dos veces.
Otro aspecto, eran los olores. Los de
mi pieza se entrecruzaban. En invierno predominaban los acentos de
humedad contrastadas con las notas de resina de la leña del fuego
que permanecía encendida y se quemaba allá afuera. Había días en
que el viento norte inundaba la casa de olor a mar vaticinando
lluvias. La mezcla de olores y aromas de la primavera parecía
inundar todos los ambientes. Pero en verano durante todo enero, el
acento de pino, del árbol de Navidad, predominaba hasta bien
avanzado febrero. Evidentemente éste era el resultado del combate
inmisericorde contra la cochambre.
Hacia la calle teníamos un corredor
independiente. Algunos vecinos transformaban los suyos en otra
habitación mientras los demás los dejaban abiertos. El espacio era
ideal para jugar protegidos. El piso pavimentado servía para marcar
con tiza una de mesa de pimpón o diseñar los casilleros del juego
del luche. En los muros laterales opuestos a cierta altura
dibujábamos cestos que servían para jugar básquetbol. Nada más
entretenido antes de concentrarse en hacer las tareas.
Vuelvo a la descripción de mi pieza.
Más allá de la puerta de mi habitación había otro espacio techado
donde estaba el baño y por el lado opuesto, la cocina con un poyo
para encender fuego y arriba una gran campana metálica para extraer
el humo y los olores. Trasponiendo esta estructura interior de la
casa, estaba «el fondo», así
llamábamos al sitio que tendría unos 40 metros cuadrados. La
superficie era suficiente para agregar más habitaciones o
simplemente para cualquier destino. En nuestro caso, el espacio lo
aprovechábamos para plantar hortalizas y tener un pequeño gallinero
para disponer de huevos frescos. ¡Incontables veces nos bastó esa
producción casera para eludir las verdulerías!
¿Cuánto
tiempo ha pasado de todo eso? Mucho.¿Retrospectiva nostálgica? No. Sólo un pedazo de historia que de tarde en tarde se asoma a la memoria. Porque así discurrió mi tiempo con un innegable sello de
felicidad y de gratitud.
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«En
Busca del Tiempo Perdido», Marcel Proust.
«Harry
Potter y la piedra filosofal», J.K. Rowling.