jueves, mayo 30, 2024

MI COCODRILO LLAMADO DOMBIO

HARRY POTTER, interpretado por Daniel Radcliffe.
 

                    Así era mi pieza cuando yo tenía 12. Mi habitación, toda de madera, medía de alto unos 3 metros y la superficie, quizá unos 16 m2. Sí, era grande, pero había otras cosas de la casa ahí aunque yo fuera su único huésped nocturno. Las tablas nativas de que estaba contruida presentaban una tonalidad rojiza oscura. Originalmente debieron tener un tinte natural más claro y más vivo. Nunca recibieron una manito de pintura, pero lucían muy bien incluso con el paso del tiempo. Mi cama estaba en una esquina de mi pieza. El muro de mi derecha yo lo conocía de memoria: sus clavos, las nudosidades de la madera. Yo miraba esas tablas machihembradas en horizontal noche tras noche esperando que me invadiera el sueño, día tras día cada vez al despertar. Una de aquellas tablas que quedaba a la altura de mi cabecera tenía una significación sólo para mí. Una trizadura, un defecto de elaboración, que yo me figuraba el perfil de un cocodrilo somnoliento: la cabeza apoyada en el suelo, los ojos achinados entre cerrados y las fauces herméticas. Nada para sobresaltarse porque era sólo mi interpretación del aserrado defectuoso de esa tabla particular. Centenares de veces, mi cocodrilo, al que llamé dombio (con minúscula), fue la última imagen que se me desvanecía al dormirme cuando no apagaba la luz y la primera con la que tropezaba al abrir los ojos al día siguiente. Ese ejercicio mío de pareidolia creó a dombio con su ociosidad infinita.

                    Sigamos mirando mi pieza que nada tenía que ver con las habitaciones descritas tan delicadamente por Proust (En Busca del Tiempo Perdido) ni con el espacio confinado de la pieza llena de telarañas de Harry Potter. Desde el centro del cielo raso pendía un cordón negro de unos 40 centímetros recubierto de un tejido de algodón aislante que remataba en una ampolleta. El interruptor estaba junto a la puerta que daba al patio de la casa, o sea, retirado de mi ubicación. Sin embargo, que quedara lejos de mi cama no era problema porque yo tenía una lamparita de velador con una pantalla de papel encerado, regalo de mi mamá. Mi lámpara ocupaba el centro del velador hecho en madera terciada fabricado ‒según me dijeron‒ unos 30 años antes por un carpintero de Cerro Verde, a quien no conocí ni tampoco supe su nombre. De buenas terminaciones, bien barnizado, el velador tenía un pálido estilo decó. En Nochebuena había que despejar el velador para poner sobre él mis zapatos, señal inequívoca para que el viejo Noel hiciera su trabajo: dejar los regalos de Navidad, que los niños de entonces abríamos el 25 de diciembre en la mañana. Así, con la luz a la mano, podía leer hasta tarde si todavía me quedaban energías después de días intensos de corretear de aquí para allá... noches de días agitados. Como se ve, de Proust nada pero de Harry Potter sí, ya que había una pequeña telaraña allá arriba que yo no quería barrer para no molestar a su oculta moradora.

PORTADA del libro "En Busca del Tiempo Perdido", Proust.

                    En una oportunidad llegó a mis manos un sobre, un regalo, que contenía estampitas coloreadas de aviones de guerra de unos 10 x 8 cm cada una. Me gustaron tanto esas fotos de aviones –unos estaban en vuelo y otros en las pistas–, que las pegué en el muro junto a mi cama. Cubrí casi un metro cuadrado como un mosaico. Dombio fue al sacrificio, quedó oculto. Las estampitas iluminaron con su vivo colorido el ahumado tono de las maderas. Antes de dormirme o cuando en las mañanas me quedaba en cama más de la cuenta, me embobaba mirando esas pequeñas imágenes de cielos lejanos y aeropuertos ignotos. Un metro más arriba de ese pegoteo, colgaba mi crucifijo color verde manzana, cuyos maderos de baquelita terminaban en trébol. Por las noche, mi Cristo permanecía iluminado varios minutos después de apagar la luz de la lámpara por el efecto fosforescente ad hoc. Fue también que sentado al borde de esa cama mi madre me enseñó a rezar el Padrenuestro y a memorizarlo. Muchos años después cada vez ese recuerdo de ella pidiéndome que la siguiera en la oración del Padrenuestro viene a mi memoria dulcemente. Otras noches ella me leía los cuentos del libro Las Mil y Una Noches. Elegía las narraciones que más me gustaban, en especial las ingeniosas aventuras de Simbad el marino, sus preparativos para zarpar desde el puerto de Bassora y todas las peripecias que mi héroe enfrentaba después por las islas y costas del Golfo Pérsico.

               A mis espaldas, por el lado izquierdo el muro de mi cabecera se prolongaba más allá del velador y se encontraba con el marco de la puerta del pasadizo central de la casa. Al otro lado de ese acceso cubierto por una cortina, por el mismo costado, un ropero ocupaba esa esquina opuesta a la de mi cama.

                    Las ventanas y la puerta del patio miraban al oriente, hacia los cerros. En las noches oscuras y sin luna podía ver a través de los vidrios por encima de las cortinas las estrellas titilando en el cielo sobre las siluetas negras de las copas de pinos allá lejos en el horizonte de Penco. Y durante furiosos temporales, los aguaceros rugían chapoteando sobre las planchas del techo hechas de un compuesto de cemento y amianto. Jamás una gotera y nunca sentí frío. Y para los temblores, dependiendo de su intensidad, mi pieza se quejaba exhalando gemidos por todos sus clavos oxidados, como un barco en un mar picado. El terremoto madrugador del 21 de mayo de 1960, puso a prueba la resistencia de esos clavos en medio de una quejumbre interminable.

                    Los sonidos originados en el exterior se filtraban por las maderas y llegaban ruidosos a mis oídos mientras permanecía adormilado en mi cama. Se escuchaban como un rumor los golpes de los ejes de carretas de carbón en la calzada sin pavimentar de la calle cercana y el voceo de sus vendedores quienes bajaban de los cerros con la esperanza de ganar algún dinero. La misma esperanza tenía esa mujer desgreñada que todos conocíamos quien con un canasto bajo el brazo pasaba vendiendo pescado. Y casi al mismo tiempo oía el silbato del vendedor de leche cuya carretela tirada por un caballo me era tan familiar o la campanilla con que los trabajadores municipales se hacían anunciar para retirar la basura.

                    En una ocasión salí de casa preocupado porque los vecinos decían en voz alta que los carabineros andaban buscando al Lalo. El Lalo era mi amigo, un par de años mayor, ¿por qué?, ¿qué habrá hecho de malo?, ¿por qué habrían de llevárselo preso? Esto no me lo han contado, ví a dos carabineros golpear la puerta de su casa, lo buscaban por encargo de la Escuela donde estudiábamos. La acusación: hacer la cimarra. No supe si lo detuvieron, lo que sí se dijo fue que no fue habido porque el Lalo arrancó a tiempo para enconderse debajo de uno de los catres de su casa. Pero, lo cierto era que en esos años los cimarreros tenían que pensarlo dos veces.

                    Otro aspecto, eran los olores. Los de mi pieza se entrecruzaban. En invierno predominaban los acentos de humedad contrastadas con las notas de resina de la leña del fuego que permanecía encendida y se quemaba allá afuera. Había días en que el viento norte inundaba la casa de olor a mar vaticinando lluvias. La mezcla de olores y aromas de la primavera parecía inundar todos los ambientes. Pero en verano durante todo enero, el acento de pino, del árbol de Navidad, predominaba hasta bien avanzado febrero. Evidentemente éste era el resultado del combate inmisericorde contra la cochambre.

                    Hacia la calle teníamos un corredor independiente. Algunos vecinos transformaban los suyos en otra habitación mientras los demás los dejaban abiertos. El espacio era ideal para jugar protegidos. El piso pavimentado servía para marcar con tiza una de mesa de pimpón o diseñar los casilleros del juego del luche. En los muros laterales opuestos a cierta altura dibujábamos cestos que servían para jugar básquetbol. Nada más entretenido antes de concentrarse en hacer las tareas.

                    Vuelvo a la descripción de mi pieza. Más allá de la puerta de mi habitación había otro espacio techado donde estaba el baño y por el lado opuesto, la cocina con un poyo para encender fuego y arriba una gran campana metálica para extraer el humo y los olores. Trasponiendo esta estructura interior de la casa, estaba «el fondo», así llamábamos al sitio que tendría unos 40 metros cuadrados. La superficie era suficiente para agregar más habitaciones o simplemente para cualquier destino. En nuestro caso, el espacio lo aprovechábamos para plantar hortalizas y tener un pequeño gallinero para disponer de huevos frescos. ¡Incontables veces nos bastó esa producción casera para eludir las verdulerías!

                    ¿Cuánto tiempo ha pasado de todo eso? Mucho.¿Retrospectiva nostálgica? No. Sólo un pedazo de historia que de tarde en tarde se asoma a la memoria. Porque así discurrió mi tiempo con un innegable sello de felicidad y de gratitud.


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«En Busca del Tiempo Perdido», Marcel Proust.

«Harry Potter y la piedra filosofal», J.K. Rowling.

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