Esta foto de un bosque la capté en un viaje reciente a Ensenada, cerca de Puerto Varas. |
Narraré mi experiencia a ese respecto. Acostumbrábamos recorrer los cerros de Penco ya con los amigos del barrio, ya con los scouts. Caminar por sus senderos era una fiesta. Y los propósitos podían ser variados: ir por leña, por piñas, por frutos silvestres, ir a cazar pájaros con ondas, a instalar trampas para conejos, a recoger hierbas aromáticas para infusiones medicinales, ir a coleccionar insectos, ir de excursión… Suma y sigue.
En una de estas ocasiones con un par de amigos nos perdimos.
Densos eran entonces los bosques que se desplegaban más arriba de Villarrica. Entre el
camino a Primer Agua y las faldas orientadas al poniente hay un intrincado
terreno en pendiente enmarañado de retamillos, zarzamoras, árboles añosos y
matorrales. Pues en ese sector perdimos la pista y desorientados no sabíamos
por dónde ir para salir del embrollo y regresar a casa. Unos decían para allá,
otros por acá y ahí estábamos algo ateridos y con pocas ganas de seguir
emboscados, especialmente si ya comenzaba a caer la tarde-noche.
Nosotros estábamos ahí en una encrucijada de caminos y huellas sin saber cuál tomar. En medio de esta desorientación ─al borde de una preocupación mayor─ apareció por uno de esos senderos del bosque, un hombre mayor que caminaba subiendo la cuesta. Lo saludamos y el hombre detuvo su andar. Con sólo mirarnos comprendió nuestra situación, pero no lo dijo. Le preguntamos que cómo podíamos salir de allí y regresar sanos y salvos a Penco. El desconocido sonrió y se tomó su tiempo para darnos la información que necesitábamos. Nos dijo:
Nosotros estábamos ahí en una encrucijada de caminos y huellas sin saber cuál tomar. En medio de esta desorientación ─al borde de una preocupación mayor─ apareció por uno de esos senderos del bosque, un hombre mayor que caminaba subiendo la cuesta. Lo saludamos y el hombre detuvo su andar. Con sólo mirarnos comprendió nuestra situación, pero no lo dijo. Le preguntamos que cómo podíamos salir de allí y regresar sanos y salvos a Penco. El desconocido sonrió y se tomó su tiempo para darnos la información que necesitábamos. Nos dijo:
─A ver, sigan el camino que he hecho yo. Vayan juntos, no
se aparten de la senda que está muy clara pero a veces es muy estrecha. No se
les ocurra tomar algún desvío, manténganse en la huella y caminen sin
separarse. Aquí hay una bajada, un poco más allá una subida y una nueva bajada.
El camino es estrecho, cuidado con las corenas y las matas de zarza. Al final van a
llegar a un bosque de eucaliptos… Y detuvo la recomendación de lo que
deberíamos hacer. Se produjo un silencio y nosotros lo mirábamos esperando más
referencias… Él prosiguió con las instrucciones:
─Muy bien, si no me hacen caso y se desconcentran o se desvían de esta ruta se van a perder de nuevo. Así que vayan confiados, muchachos. Les aseguro que no se van a dar ni cuenta cuando lleguen a la calle O’Higgins, porque esta huella desemboca justo ahí. Que les vaya bien.
Le agradecimos y luego de despedirnos el hombre siguió su caminata a su destino probablemente Primer Agua. Nosotros iniciamos la marcha cerro abajo. El estrecho camino era perfecto, con varios desvíos, pero siguiendo el eje central no había dónde perderse. Después de caminar rápido por más de media hora, el denso monte de árboles viejos y matorrales dio paso a un bosque de eucaliptos, como nos había contado el hombre desconocido. Avanzamos entre esos árboles siguiendo la huella casi totalmente cubierta de hojas y de pronto, como si hubiera de por medio un conjuro, la cortina de árboles se abrió de par en par y pusimos los pies directamente en la calle O’Higgins. ¡Qué felicidad! Nos abrazamos. Parecía que Penco entero abría sus brazos para recibirnos. Ahí estaban los vecinos sonrientes saludándonos, los perros amistosos moviendo sus colas peludas, los carretones tirados por caballos que iban y venían. Los postes de la luz comenzaban a encenderse y por fin en casa… ¡Oh Dios!
─Muy bien, si no me hacen caso y se desconcentran o se desvían de esta ruta se van a perder de nuevo. Así que vayan confiados, muchachos. Les aseguro que no se van a dar ni cuenta cuando lleguen a la calle O’Higgins, porque esta huella desemboca justo ahí. Que les vaya bien.
Le agradecimos y luego de despedirnos el hombre siguió su caminata a su destino probablemente Primer Agua. Nosotros iniciamos la marcha cerro abajo. El estrecho camino era perfecto, con varios desvíos, pero siguiendo el eje central no había dónde perderse. Después de caminar rápido por más de media hora, el denso monte de árboles viejos y matorrales dio paso a un bosque de eucaliptos, como nos había contado el hombre desconocido. Avanzamos entre esos árboles siguiendo la huella casi totalmente cubierta de hojas y de pronto, como si hubiera de por medio un conjuro, la cortina de árboles se abrió de par en par y pusimos los pies directamente en la calle O’Higgins. ¡Qué felicidad! Nos abrazamos. Parecía que Penco entero abría sus brazos para recibirnos. Ahí estaban los vecinos sonrientes saludándonos, los perros amistosos moviendo sus colas peludas, los carretones tirados por caballos que iban y venían. Los postes de la luz comenzaban a encenderse y por fin en casa… ¡Oh Dios!
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