Imagen referencial tomada de Internet. |
La basura no se había convertido aún en un negocio. En consecuencia, la municipalidad tenía un capítulo propio con personal dedicado al
menester de retirar los residuos domiciliarios. Existía, por tanto, el oficio
de basurero en el ámbito local. Sin embargo, no había camiones para ese fin ni
vertederos en forma. Lo que sí estaban delimitadas eran zonas en los extramuros
en las que se arrojaban los desechos.
Al no haber camiones como los que conocemos hoy, la
recolección de la basura por los domicilios se efectuaba con carretas tiradas
por yuntas de bueyes, propiedad del municipio. Al mando de la carreta iba un
carretero con su picana para guiar o apurar a los animales y un ayudante. Este
último recogía la basura depositada frente a las puertas de las casas. La pregunta
es ¿de qué manera se arrojaban los desperdicios? No existía la costumbre de las
bolsas, porque el plástico no se conocía. Para ese fin, la gente construía
cajones de madera donde echaba sus desechos. Luego llevaba esos contenedores a
la calle el día en que pasaba la carreta.
Por lo general esos cajones estaban a cielo descubierto en
los patios traseros de las casas expuestos a las
constantes lluvias penconas. O sea, la basura siempre estaba mojada. La calidad
misma de la basura era distinta a la de hoy. Mayormente consistía de comida en
mal estado, tarros de conservas vacíos, zapatos viejos, ropa en desuso y mucha tierra del barrido
de las casas.
Algo parecido a esto era la pasada del basurero. (Foto tomada a Internet). |
Es de imaginar, entonces, el peso de cada cajón para el
esfuerzo que debía realizar el mocetón que lo agarraba a dos manos en la calle,
lo levantaba y volcaba los desperdicios “a granel” en la carreta. En seguida le
daba un par de golpes al cajón contra la baranda y lo dejaba vacío frente al
domicilio para que los dueños de casa lo regresaran a su sitio predeterminado…
Así era la rutina del cuento de la basura. Como quienes realizaban este oficio
eran trabajadores humildes, los vecinos los retribuían con un buen sándwich y
–puertas adentro—también con su copita de vino. De modo que en ese sentido los
basureros no lo pasaban tan mal. Tampoco era que anduviesen borrachos.
Pero, había un rito que vale la pena recordar: el basurero se hacía anunciar por una campanilla de bronce que llevaba consigo. La gente sabía el día que correspondía, pero no la hora. Por eso, el encargado avanzaba sin la carreta una cuadra tocando la campanilla. En seguida volvía para tomar la picana y poner en marcha a los bueyes. El sonido despertaba a los somnolientos y todos sacaban sus cajones a la calle, no antes.
La campana era así, pero no tan elegante y lustrosa como ésta. |
Cuando la carreta estaba cargada a más no poder de los
desechos se encaminaba lentamente a su destino: el basural. En Penco, durante un tiempo éste se
ubicaba entre el arco norte de la cancha de Gente de Mar y el camino a Cerro
Verde, no podía estar más lejos porque las carretas demorarían muchísimo en llegar al punto. El vertedero que correspondía a Lirquén estaba cerca del actual nuevo mirador, en el camino a Tomé. El
personal municipal se encargaba de allegar fuego en esas zonas para matar los gases o emanaciones y
destruir por la vía rápida los desperdicios. Hoy, la basura es un negocio, todo está normado… Sin embargo, aunque los
vertederos permanezcan lejos, los olores siempre se las arreglan para golpear las
narices de quienes tengan la mala suerte de pasar por allí.
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