Las modernas tintorerías no se conocían entonces, menos
todavía en Penco. Había un par importante en Concepción: Limpiatex era una;
Olimpia, la otra. Sin embargo, en la ciudad penquista también había más de estos
negocios pero de menor monta. En esas empresas teñían y limpiaban los textiles que usted pidiera.
En Penco, la gente ensuciaba sus ropas con frecuencia porque
había grasa por todas partes: las cortinas metálicas de los almacenes estaban
embadurnadas con lubricantes negros y espesos. Si alguien entraba allí corría
el riesgo de recibir una mancha rebelde. Y había otra serie de fuentes para
untarse o mancharse. La edad industrial que se tuvo una potente expresión en la
comuna ofrecía más opciones para sufrir uno de estos accidentes que hoy en día.
Así, la gente lucía los vestones o los pantalones manchados como resultado del
entorno… Y qué decir de las micros sucias por dentro, las carretas de mano y
la lubricación de sus ejes, etc. Ir en
tren significaba ensuciarse por el humo del carbón o porque las bielas de las
locomotoras aceitadas dispararan gotas calientes y penetrantes en todas
direcciones. En ferreterías como El Ancla, ubicada en Las Heras esquina Robles,
vendían dos tipos de grasa: una negra y espesa que parecía alquitrán y otra
rubia, que la llamaban grasa consistente. Don David Queirolo las tenía
expuestas en barricas de madera en la puerta del negocio. Los campesinos le compraban
ese producto a granel para engrasar sus carretas y lubricar otras herramientas
de labranza…
A ese panorama descrito hay que agregar las manchas propias
de otras actividades como las fiestas, las reuniones sociales, las cenas. En
esos casos, por ejemplo, un trozo de carne desprendido del tenedor que rodaba
por la pendiente de un pantalón dejaba una mancha feroz. Una copa de vino
pipeño que alguien sin querer pasaba a llevar mojaba a los comensales. O sea,
manchas feas aquí y allá. Los ternos, los ambos y los trajes sastre no podían
lucir esas sombras grasientas. ¿Qué hacer?
La necesidad hizo que en Penco muchas personas se dedicaran
a este oficio quienes ponían carteles en sus ventanas “limpiamos trajes”,
“saque sus manchas aquí”. Nacieron, por así llamarlo, las tintorerías domésticas. Mi vecina María Ortiz, por ejemplo se dedicaba a esta
actividad. Ella era una maestra en dejar los ternos, los ambos y los trajes
sastre como nuevos gracias a su técnica. Para retirar las manchas se usaba
bencina blanca. Ella tenía su botella de este producto con grandes cantidades
de algodón. Los días soleados ella se instalaba a limpiar ropa sobre una tabla
de planchar en la puerta de su casa. De ese modo los efectos de respirar
bencina blanca eran menos molestos. Cuando lo hacía en espacios cerrados corría
en riesgo de dolores de cabeza. Impregnaba las zonas manchadas con el
combustible que de inmediato disolvía la grasa, entonces María aprovechaba la
humedad para retirar los residuos con los algodones. Esta tarea le llevaba
horas. Hasta que por fin terminaba. Tendía la ropa al aire para que se le
fuera el olor y más tarde se instalaba a planchar. Dejaba los trajes
impecables. La gente valoraba su trabajo y cada vez clientes conocidos venían a
su casa a pedirle que les hiciera limpiados. Hoy en día, esa práctica parece
olvidada…
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