La casa del minero estaba por el costado izquierdo siguiendo el curso de la línea en el recodo del fondo. |
La vida de mucha gente en Penco, de aquellos años, fue una
lucha por la supervivencia. Tal cual. Veamos uno solo de esos casos. El
matrimonio de don Carlos y doña Margarita tenía numerosos hijos. Levantaron su
casa sobre un lomo de terreno entre la línea del tren y la playa, un poco más
al norte del final de calle Infante. La modesta construcción de cantoneras y
tejas no tenía ventanas con vidrios, sólo unas tapas de madera, que ellos retiraban
para ventilar las habitaciones, sólo por poco rato, porque el frío y el viento
entraban inmisericordes. El piso consistía en tierra apisonada. La casa se orientaba paralela al tendido
ferroviario. Gracias a la elevación, si la hubieran construido perpendicular, un
extremo podría irse de punta a la línea o, del otro lado, caerse de espaldas a
la playa. No quedaba otra opción en una superficie tan estrecha emparejada con
palas cuyo ancho sería de 7 metros. Sin embargo, así como estaba instalada permitía
generar además un espacio para un gallinero y para una reducida huerta que se
agarraba a duras penas de unas débiles terrazas en el flanco que miraba al mar.
Por ese mismo costado los fieros temporales azotaban sin piedad la casa en
aquellos inviernos, ¡qué inviernos!
Como se verá, campeaba la pobreza en el seno de esa familia,
pero no pasaban hambre. Ahí estaba el mar con sus mariscos, sus algas y sus pescados
frescos. Sin embargo, eso es discurso, porque
para traer esos alimentos a la mesa había que meterse al agua, buscarlos y
capturarlos; y sabemos que eso no es fácil. Del otro lado de la línea, estaba
el cerro fuente de leña mayormente ganchos secos de pino y piñas; además de
algunos escasos frutos estacionales como los hongos. Así de cruda era esa vida.
Sin embargo, el matrimonio no sabía el significado de la palabra resignación; porque para estar resignados primero había
que conocer la riqueza, aunque fuera de lejos, y esta familia ni siquiera la
imaginaba. Además el resentimiento social o el odio, que son emociones indignas
estuvieron lejos de instalarse en esa casa.
Si nos preguntamos por los servicios básicos, el agua para
el consumo doméstico llegaba en baldes y en tarros, que el grupo familiar traía
desde un pilón en la calle central de Cerro Verde Bajo, otras veces, para
emergencias, lo conseguían en el matadero o en el club Gente de Mar. No
disponían de energía eléctrica, se alumbraban con velas y chonchones de parafina.
Los hijos del matrimonio, entre ellos 2 niñas de 10 o 12 años, asistían a la
escuela de Cerro Verde. No eran niños o niñas tristes, más bien cualquiera
podría juzgarlos tranquilos y muchas veces sonrientes gozando del amor de sus
padres y de la plena libertad.
Como lo hemos señalado en otros post, don Carlos trabajaba en
la mina de carbón de Lirquén. Era un hombre de unos 40 años, de tez blanca,
ojos claros, pelo algo claro y liso. Cuando iba a diligencias usaba un traje
gris perla y una corbata delgada. Tenía buenos modales, ordenado, aunque sin
formación escolar completa. Su familia era el centro de sus dedicaciones. Como
todos los mineros, cada vez en turno, con su caso negro ajustado y la linterna
frontal iba hasta el final de los largos pasadizos subterráneos debajo del lecho
del mar donde estaba el frente a laboreo, quizá ni tan lejos de su casa, pero
bajo tierra. Y eso tal vez don Carlos lo pensaba cuando arrancaba carbón mineral
junto a los otros obreros a golpe de barreta de acero, encorvado, en la eterna oscuridad.
En sus pocos ratos libres, el hombre las oficiaba de pescador usando un bote
compartido con vecinos. Doña Margarita, pese a la limitación de tener un solo
brazo, debido a un accidente, amasaba el pan para su familia; luego de liudarlo
lo cocía en un horno de lata que casi se lo llevaba ese viento arrachado que
soplaba desde el mar.
Los montículos entre la playa y la línea se observan al centro de la fotografía. |
Con el paso de los años, don Carlos dejó la mina y tal vez
quiso dedicarse por completo a la pesca en la esperanza de seguir subsistiendo.
Quizá no le fue bien en las faenas de mar como esperaba por lo que tuvo que
ingeniarse otras opciones, él entendía que de eso se trataba la vida: pensar y
pensar en dónde ganarse honradamente el pan. Así fue que se presentó en
Fanaloza y se ofreció para servir de vigilante en el campo que la empresa tenía
en la prolongación de los terrenos de la fábrica hacia el norte. Aceptaron su
propuesta y comprobaron, además, su probidad
y sentido de respeto de la naturaleza. Por tal motivo, la familia tuvo que
mudarse. Dejaron la casita situada entre la playa y la línea, y el grupo se
instaló en una casa aún más rústica, pero nueva, hecha con la colaboración de
todos, en una quebrada del cerro junto al sector de «algas de Chile», frente al
cementerio parroquial al otro lado del camino a Lirquén. En esa depresión del
campo existía una vertiente cristalina y escondida que generaba un hilo de agua
el que iba serpenteando quebrada abajo para llegar a un zanjón cuyo cauce se
dirige al mar y desemboca en Cerro Verde cerca de los puestos de ventas de pescados.
Un poco más abajo de esa fuente natural, don Carlos instaló
su nueva casa. La vivienda elemental miraba al norte y la vista llegaba hasta
los pinos del cerro de Lirquén donde se levanta la población Vipla, al otro
lado del estrecho valle del zanjón. Entre su casa y el hilo de agua, don Carlos
creó el espacio para una huerta. Nunca las lechugas, los tomates, las habas y
los porotos se le dieron mejores y qué decir de los berros que crecían en forma
natural todo el año gracias a la abundante humedad y la sombra de los árboles.
Un poco más allá, cacareaban tres gallinas en el infaltable gallinero. La casa
estaba formalmente instalada.
Pero, llegar o salir de allí no era tan simple porque no
había caminos, tan sólo dos accesos posibles. El primero consistía en una
huella de ovejas y bueyes que nacía un poco más arriba del galpón de «algas de
Chile». Si personas pensaban ir por ahí debían hacerlo en fila india, porque la
senda era sumamente estrecha además había que protegerse del azote de las
agresivas ramas de los matorrales circundantes sin contar el obstáculo de la
fuerte pendiente. La segunda posibilidad era ingresar por el valle, en la parte
baja del camino Penco-Lirquén, tomando a la derecha por un camino de tierra
paralelo al zanjón. Si uno iba por ahí, había que ir muy atentos para no perder
de vista la salida del hilo de agua y comenzar a subir en ese punto quebrada arriba
entre los arbustos fijándose siempre en el curso de agua hasta llegar a la vertiente.
Debido a estas dificultades siempre me pregunté cómo don Carlos llevó todos sus
bártulos caseros hasta su nuevo domicilio. Pero, por sobre todo, me preguntaba
si él se hallaba a gusto en su nuevo hogar, porque eso era puro ostracismo,
había abandonado la urbe de Penco para enmontañarse, como si hubiera sido un
ermitaño. Cómo habría impactado la mudanza en los sentimientos de sus hijos,
cuán contentos estarían ellos lejos de sus amistades, cómo se las arreglarían
para asistir a sus colegios. Hoy en día en la zona donde se instaló hay más
viviendas, pero para entonces eso estaba en los extramuros, «fuera del mundo civilizado».
El caso que he narrado aquí y que conocí de cerca es un
testimonio que involucró, de uno u otro modo, a muchas familias modestas de
Penco de entonces. Para esa gente la vida humilde y el amor familiar no fue otra
cosa que una dura lucha por sobrevivir dignamente.
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