Desembocadura del río Andalién vista desde el aire. (Foto de Poo-Caamaño). |
Aquella soleada tarde de verano en Penco era de una quietud
completa, a la orilla del río Andalién en su desembocadura. Yo había caminado
desde La Planchada hasta ese punto y en el trayecto aún se podían ver los pilares
negros hechos de rieles de ferrocarril del antiguo muelle de Duncan Fox abandonado y destruido. Un trozo del
casco de hierro del carguero "Perú" encallado en un furioso temporal de los años
40 asomaba sus angulosos restos oscuros y lustrosos apenas por encima de las
olas. Mi caminata terminó cuando llegué al río. Si uno hubiera ido caminando
con los ojos cerrados, adivinaría fácilmente su presencia. El olor que emana del agua
dulce distinto al aire salino penetraba hasta por los poros. Allí
estaba el Andalién desaguando su cauce a la bahía. Esa tarde no corría ni una
brisa. Tanto así que pequeños y temerarios mosquitos se tomaban la libertad de
volar a ras de la superficie. En el lugar en el que me hallaba moría el Andalién porque
cualquiera identidad que se entrega al mar desaparece, se disuelve en esa otra
identidad infinitamente mayor. Yo miraba el agua color ámbar mezclándose en el océano, en un
entrechocar de olas rítmico acelerando o disminuyendo su marcha.
En el punto en que miraba este espectáculo de la naturaleza terminaban los 42 kilómetros del río. Su nacimiento estaba allá en el puente 7 del camino Concepción-Florida, en la junta de los esteros Curapalihue y Poñén. Su sistema hidrográfico cubre una superficie de 775 kilómetros cuadrados, según estudios. A lo largo de su desplazamiento recibe el tributo de al menos seis otros esteros, entre ellos el Nonguén, el Palomares, el Chaimávida, el Landa. En su curso por las quebradas de los cerros de la costa, el Andalién crea pequeñas playas de arena gruesa, color amarillo ricas en oropel y en cuarzo, espacios que son apetecidos por los veraneantes.
Botes de pescadores de Playa Negra varados en uno de los brazos del Andalién. (Foto de Carlos Wedell). |
En el punto en que miraba este espectáculo de la naturaleza terminaban los 42 kilómetros del río. Su nacimiento estaba allá en el puente 7 del camino Concepción-Florida, en la junta de los esteros Curapalihue y Poñén. Su sistema hidrográfico cubre una superficie de 775 kilómetros cuadrados, según estudios. A lo largo de su desplazamiento recibe el tributo de al menos seis otros esteros, entre ellos el Nonguén, el Palomares, el Chaimávida, el Landa. En su curso por las quebradas de los cerros de la costa, el Andalién crea pequeñas playas de arena gruesa, color amarillo ricas en oropel y en cuarzo, espacios que son apetecidos por los veraneantes.
El Andalién pasa tangencialmente por la ciudad de Concepción
apegado a los cerros del fundo El Manzano, desde allí gira al norte, se interna en las vegas
de Cosmito, toma la curva del último cerro El Rosal y entra en la planicie que se abre entre Rocuant y el fundo Playa Negra. Entonces, a sus anchas el río se divide en un par de brazos como
anunciando que saldrá al mar en un delta. Pero, vuelve a converger en uno solo
a unos 400 metros de la boca. En ese lugar tiende a formar una barra por
la presión de las dunas de Rocuant, las mareas y los vientos. Por eso se
ensancha como una ría debido que esta barra regula el flujo de salida. Las gruesas arenas doradas y brillantes se quedaron en las quebradas del curso superior; en cambio aquí donde estoy
parado la arenisca es gris salpicada de diminutos componentes como espejuelos
que reflejan la luz de arriba. Los cormoranes negros como el carbón pasan
volando por el corredor aéreo que favorece el curso del río, las puntas de sus
alas llegan a tocar la superficie del agua en un cálculo perfecto. Van y vienen
sin tener para nosotros razón alguna. A cincuenta metros al frente mío está la
otra orilla, así de estrecha era la desembocadura del Andalién.
Si miro hacia el sur veo que la ensenada ocupa una gran superficie. En tiempos pretéritos la autoridad intentó controlar ese ensanche de la ría y creó una barrera de pilotes de madera, como un dique, por el lado de Penco. El intento surtió efecto, porque detrás de los pilotes crecieron juncales y otras especies que contribuyeron a afirmar la vega amenazada. Lo curioso era que en todos aquellos maderos dispuestos como un cerco había aves silvestres tomándose un descanso como cormoranes y jotes con sus alas extendidas para recibir mejor la luz del sol. Los juncales eran tan densos que los pescadores de Playa Negra aprovechaban el abrigo para guardar sus botes los que quedaban escondidos entre las matas.
Ahí estaba yo, descalzo, esa tarde respirando a todo pulmón el aire perfumado del verano. Al frente mío, al otro lado del Andalién, estaba Rocuant como otro territorio por descubrir; a mi izquierda, la ría --como ya he dicho-- de vasta extensión fruto de la barra de la desembocadura; a mi espalda se desplegaba el bosque de pinos de Playa Negra y a mi derecha, mirando al norte, nuestra familiar bahía de Concepción. Aquella tarde de 1957 en Penco todo era quietud.
Si miro hacia el sur veo que la ensenada ocupa una gran superficie. En tiempos pretéritos la autoridad intentó controlar ese ensanche de la ría y creó una barrera de pilotes de madera, como un dique, por el lado de Penco. El intento surtió efecto, porque detrás de los pilotes crecieron juncales y otras especies que contribuyeron a afirmar la vega amenazada. Lo curioso era que en todos aquellos maderos dispuestos como un cerco había aves silvestres tomándose un descanso como cormoranes y jotes con sus alas extendidas para recibir mejor la luz del sol. Los juncales eran tan densos que los pescadores de Playa Negra aprovechaban el abrigo para guardar sus botes los que quedaban escondidos entre las matas.
La desembocadura del Andalién. (Foto tomada de Internet Poo-Caamaño). |
Ahí estaba yo, descalzo, esa tarde respirando a todo pulmón el aire perfumado del verano. Al frente mío, al otro lado del Andalién, estaba Rocuant como otro territorio por descubrir; a mi izquierda, la ría --como ya he dicho-- de vasta extensión fruto de la barra de la desembocadura; a mi espalda se desplegaba el bosque de pinos de Playa Negra y a mi derecha, mirando al norte, nuestra familiar bahía de Concepción. Aquella tarde de 1957 en Penco todo era quietud.
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