Me atrevería a afirmar –con pocas posibilidades de equivocarme–que no hay pescadores jóvenes en todo
el litoral de la comuna, partiendo por la desembocadura del Andalién, siguiendo
por Playa Negra, Penco, Cerro Verde, Lirquén y la Cata que conozcan el arte de
navegar a la vela, como lo hacían sus abuelos. En el siglo XX el aparejo de
pesca incluía, además de las redes, el palo central (palo mayor) de la chata y el par de
velas triangulares tan familiares entonces en el horizonte de la bahía. Además de saber
lanzar las redes en el punto preciso o instalar las carnadas, el pescador debía
ser diestro en el manejo de la vela y el comando del timón. Hoy en día no se ven botes con
velamen desplegado, sólo se observan deportistas solitarios deslizándose con windsurf porque para adentrarse en la bahía en alguna embarcación están los motores
fuera de borda. Ni los remos se emplean como antes.
Las velas las fabricaban los propios pescadores. Las hacían
con un material llamado «tela de buque», que era un trapo muy grueso, áspero y
pesado tejido en algodón, color blanco invierno. Ellos le daban la forma de triángulo
escaleno, uno de cuyos vértices quedaba sujeto en la punta del mástil y los
otros dos vértices se ataban a un palo horizontal, móvil, perpendicular en la
base del asta. Desplegada la vela principal ésta podía ser dirigida de derecha
a izquierda y viceversa dependiendo de dónde proviniera el viento. La vela
menor, pero de la misma geometría se instalaba hacia la proa. Era un
espectáculo ver las chatas con velamen tanto como el procedimiento de los
pescadores por instalar dichos implementos. Jalaban un cordel que pasaba por
una roldana en la punta del mástil para izar la vela. Sin duda la tela –repito– era muy pesada
porque los pescadores hacían mucha fuerza para ponerla en su lugar. En una
oportunidad con mi madre estábamos en la playa viendo esta operación, cuando a los hombres se les soltó la
vela y cayó directo al mar. Ella se llevó las manos a la
cabeza por el incidente lamentando el problema. Estaba convencida que la tela
mojada se pondría doblemente pesada para volverla a su sitio ¡qué mala suerte!, decía. En efecto, tuvieron que venir más personas a socorrer a los pescadores para ayudarles a izar la vela empapada. Momentos
más tarde, pudieron navegar mar afuera.
Los botes o chatas dotados de vela viajan más rápido que el monótono ritmo de remos. Remar también es un asunto difícil, de coordinación; no hay que clavar mucho las palas en el agua, hay
que forzarlas apenas bajo la superficie. Remando fuerte se recorría el riesgo
de romperse la espalda si en uno de los enviones se quebraban los toletes, esos
puntos de apoyo de los remos. Las velas fueron un auténtico medio de navegación
respetuoso del medio ambiente. Los pescadores de esos años usaban nada más que la fuerza del viento para recorrer la bahía o, incluso, salir a mar abierto a
diferencia de lo que ocurre con los motores fuera de boda que son más costosos,
queman combustible, meten ruido y contaminan el aire y el mar.
Después de una jornada de pesca en Penco era común ver a los
pescadores trabajar en la playa de Gente de Mar en la reparación de sus redes.
Las remendaban con enormes agujas de madera. Y los más forzudos se
entretenían arreglando las velas; con grandes agujas de acero repasaban los bordes para evitar que la tela se deshilachara; también zurcían los agujeros. Y al día siguiente, de
nuevo a la mar. Y otra vez el espectáculo de montar el velamen sin mojar el
paño –un desafío para los expertos– y largarse hacia el centro de la bahía, o todavía más allá, empujados por brisa helada del
suroeste, el rico viento de Penco.
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