Imagen de referencia, tomada de www.fotolog.com |
La
luna en menguante –con una marcada tonalidad rojiza– se puso en el horizonte
detrás de los cerros de Talcahuano a la medianoche. La playa de Penco, que para
entonces no contaba con iluminación
pública, quedó sumergida en la oscuridad. Salvo, la luz mortecina de más de un
centenar de faroles hechos a mano con latas de envases y que portaban velas las que permanecían encendidas. Con esos elementos de iluminación –francamente inútiles*–, pencones
aguardaban en la orilla la llegada de un esperado cardumen de pescadas (merluzas) anunciada
quien sabe por quién para esa noche tranquila, de comienzo del otoño allá por
1957.
A pesar que en ese tiempo no había redes sociales como hoy para convocarse, el dato corrió rápido, por eso centenares de personas, entre auténticamente interesados y curiosos, se presentaron en la playa esa noche en la esperanza de recoger a gusto el mejor pescado directamente del mar, allí donde remataba la ola. Según lo que contaron, un banco de merluzas llegaría a la parte más baja del mar después que se escondiera la luna. ¿Por qué? ¡Sepa Dios!
Seguía la historia en los siguientes términos: miles de pescadas saltarían del agua retorciéndose haciendo más fácil su captura por parte de pescadores improvisados, incluso caerían vivas en bolsas y canastos. O sea, había que estar allí para ese momento preciso y no perder la oportunidad: pescadas gratis. Pero, lo más importante –se oyó decir también desde un principio– no olvidar llevar farol. Éste consistía, como decíamos, de un tarro de conserva vacío, con agujeros en el fondo hechos con un clavo, al que por fuera se le enganchaba un alambre encorvado a modo de asa. Adentro del tarro que se usaba inclinado horizontalmente se le instaba una vela y listo el farol. Quienes nunca habíamos manipulado una linterna, teníamos así una solución práctica y barata, luz portátil para iluminar por todas partes (olvídenlo, eso era ridículo, la luz de la vela no alumbraba ni a diez centímetros). La playa parecía una romería con tantos faroles titilando en la noche. Era como una velatón, de esas que conocimos años después. El comentario que andaba de boca en boca entre entusiastas organizadores (porque parecía algo organizado o concertado) de esta venta nocturna era: «hay que estar alerta» puesto que en cualquier momento saltaría la liebre, las pescadas en este caso.
A pesar que en ese tiempo no había redes sociales como hoy para convocarse, el dato corrió rápido, por eso centenares de personas, entre auténticamente interesados y curiosos, se presentaron en la playa esa noche en la esperanza de recoger a gusto el mejor pescado directamente del mar, allí donde remataba la ola. Según lo que contaron, un banco de merluzas llegaría a la parte más baja del mar después que se escondiera la luna. ¿Por qué? ¡Sepa Dios!
Seguía la historia en los siguientes términos: miles de pescadas saltarían del agua retorciéndose haciendo más fácil su captura por parte de pescadores improvisados, incluso caerían vivas en bolsas y canastos. O sea, había que estar allí para ese momento preciso y no perder la oportunidad: pescadas gratis. Pero, lo más importante –se oyó decir también desde un principio– no olvidar llevar farol. Éste consistía, como decíamos, de un tarro de conserva vacío, con agujeros en el fondo hechos con un clavo, al que por fuera se le enganchaba un alambre encorvado a modo de asa. Adentro del tarro que se usaba inclinado horizontalmente se le instaba una vela y listo el farol. Quienes nunca habíamos manipulado una linterna, teníamos así una solución práctica y barata, luz portátil para iluminar por todas partes (olvídenlo, eso era ridículo, la luz de la vela no alumbraba ni a diez centímetros). La playa parecía una romería con tantos faroles titilando en la noche. Era como una velatón, de esas que conocimos años después. El comentario que andaba de boca en boca entre entusiastas organizadores (porque parecía algo organizado o concertado) de esta venta nocturna era: «hay que estar alerta» puesto que en cualquier momento saltaría la liebre, las pescadas en este caso.
Pasaban
los minutos y nada. El frío nocturno de marzo se hacía notar a esa hora, más
aún si los pescadores aficionados teníamos que estar listos para la acción, es decir descalzos
y arremangados para entrar velozmente en el mar a capturar las merluzas desorientadas. Se oían
gritos que daban la alarma y todos a la carrera con farol en ristre (la velas se apagaban al primer soplo) entrábamos
en el agua hasta la rodilla. La luz de las velas –vueltas a encender y re encender– era tan escuálida que no
servía para distinguir nada, menos aún a merluzas nadando con desesperación en un mar oscuro como hocico de lobo.
Falsa alarma, todos de vuelta a la playa con los pies mojados. Momentos más tarde, de nuevo otro
grito, todos chapoteando de regreso al mar. Nada. Al final las sucesivas voces
de alerta terminaron como el cuento de Pedrito y el lobo.
Ya nadie creía, se necesitaba que gente seria anunciara la llegada de los peces. Por tanto esperábamos esa voz sabia y sensata de no sé quién sentados en la playa, ateridos con los pies enterrados en la arena terriblemente fría (y nosotros que queríamos obtener ahí alguna tibieza). No había cómo abrigarse y para peor las velas que seguían apagándose a cada rato por la brisa gélida. Cerca de las dos de la madrugada lo más recomendable era irse a casa con las manos vacías y con los faroles pegoteados de cerote consecuencia de las velas consumidas hasta el fin. Los que habían mostrado más entusiasmo se retiraron primero (sabios); los dubitativos fuimos los segundos (ilusos) y los perseverantes (mentirosos) se quedaron hasta el amanecer. Al día siguiente, aquellos dijeron que al alba apareció el cardumen y que ellos se hartaron de recoger merluzas. Quienes oyeron estos relatos, incrédulos, replicaron «a otro perro con esa pescada…».
Ya nadie creía, se necesitaba que gente seria anunciara la llegada de los peces. Por tanto esperábamos esa voz sabia y sensata de no sé quién sentados en la playa, ateridos con los pies enterrados en la arena terriblemente fría (y nosotros que queríamos obtener ahí alguna tibieza). No había cómo abrigarse y para peor las velas que seguían apagándose a cada rato por la brisa gélida. Cerca de las dos de la madrugada lo más recomendable era irse a casa con las manos vacías y con los faroles pegoteados de cerote consecuencia de las velas consumidas hasta el fin. Los que habían mostrado más entusiasmo se retiraron primero (sabios); los dubitativos fuimos los segundos (ilusos) y los perseverantes (mentirosos) se quedaron hasta el amanecer. Al día siguiente, aquellos dijeron que al alba apareció el cardumen y que ellos se hartaron de recoger merluzas. Quienes oyeron estos relatos, incrédulos, replicaron «a otro perro con esa pescada…».
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* Cuatro años después de haber escrito este relato, me sorprendió haberme tropezado con esta especialidad de pesca con faroles en el diálogo de Platón El Sofista, en que se enuncia este tipo de actividad de captura de peces con luces y ganchos de hierro sin entrar en detalles. Pero, baste saber que hace unos 2.400 años en la antigua Grecia había pescadores que empleaban esta técnica. O sea, que quienes desde el anonimato en Penco invitaron a los entusiastas para una noche de pesca con luces «ahí donde revienta la ola» no andaban tan perdidos...
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