Obtenida de foursquare.com |
Piticoy tenía una paciencia de ésas
para aclarar cada vez la confusión de su nombre. Pero, la
incomprensión persistía por la malicia. Hoy lo llamaríamos
bullying. Trabajaba en Fanaloza y el club de su barrio Villarrica lo
incluía los domingo para jugar al fútbol. Reconocido era en la
cancha de Gentemar. Bajito, moreno, pelopincho, buen físico. Pura
fibra. Desde la tribuna del borde de la línea del tren, sus
conocidos y vecinos del cerro lo avivaban cuando llevaba la pelota.
¡Buena Piticoy! ¡Chutea Piticoy!
Cuando terminaba el partido, los
jugadores se vestían a la orilla de la playa luego de bañarse en pantalón corto en las frías aguas penconas y regresaban a
sus casas. Cuando pasaban por detrás del arco sur, los abordaban los
amigos, esos mismos que los habían apoyado y avivado durante el
match. En una de esas oportunidades, Piticoy fue el último. Llevaba su bolso
deportivo en la mano y por la cara todavía le corrían gotas del
agua salobre del mar. Tenía buen humor. Buena Piticoy, te mandaste
el medio partido, le dijo uno de los muchachos. Y entonces Piticoy se
detuvo, lo miró sonriente, porque tenía sentido de humor, y le dijo: te lo he dicho tantas veces. Me
llamo Villacoy, José Villacoy.
Y se fue, luego de cruzar la línea siguió su camino por Alcázar en dirección a Villarrica. ¡Qué paciencia, diosmío!
1 comentario:
Publicar un comentario