UN RECODO DEL CAMINO REAL, cerca de Roa. Foto archivo propio, 2017. |
MANUAL DE CARREÑO
Pocos recordarán a la gente del Penco rural que, en esos años, bajaba al pueblo proveniente de los cerros y aún desde más allá a hacer tantas cosas urgentes aquí. Eran personas modestas y humildes que venían en carretas tiradas por bueyes o montados en caballos raquíticos y de piel descuidada de pelo largo, como Rocinante o más precisamente como con el Rucio, que así se llamaba el asno de Sancho Panza. Esos cabalgadores estaban muy lejos de parecer soldados de caballería o jinetes socios de algún conspicuo club de rodeo. No, gente pobre. Estos viajeros asomaban por la calle Los Carrera, que empalma con la ruta de rebeldes pendientes que conduce a Florida y aún más allá: el Camino Real.
Destacaré en pocas líneas lo que recuerdo de esa gente, quienes a pesar de su humildad eran personas educadas y de buenos modales. En alguna ocasión y por algún motivo dos de ellas, cuyos nombres no recuerdo, nos visitaron en casa. A la hora del almuerzo, sentados a la mesa, esperaban respetuosamente a que todos los platos estuvieran servidos antes de comenzar. Tomaban los cubiertos con delicadeza. En la conversación usaban giros antiguos, con un léxico fino que me sorprendía. Seguían el hilo de un tema con interés y seriedad para luego opinar mesuradamente. A la hora de pararse de la mesa pedían permiso. Eso recuerdo de la gente de los cerros que conocía, no me explico cómo, las reglas del Manual de Carreño. Es lamentable tener que reconocer que esa generación del mundo rural se haya deshecho, la consumió el mundo urbano y la pisoteó la tecnología.
LUGAR DONDE ESTABA el muelle de CRAV y las coordenadas de los supuestos locos. |
LOCOS EN PLAYA NEGRA
Los mariscadores de Penco, aquellos que practican y viven del oficio, conocen el mar y los roqueríos, saben el ritmo de las mareas y los cambios de la luna, que tienen que ver con las mareas. No hay especie valva o bivalva del margen marítimo que no les sea familiar. No confunden un chumilco con un caracol, ni un rere (almeja) con un changay. Ellos son los conocedores de los secretos que se esconden bajo las olas entre la superficie y la arena del fondo.
Valga la introducción para este relato breve, una experiencia personal. Mi amigo de entonces se llamaba Lagos, su nombre se me ha borrado. Era rubio, de ojos claros, buena pinta, vivía al lado del faro en Cerro Verde. Él era mariscador porque en su entorno social no había más que mariscadores. Un día me contó un «dato» que en voz baja le transmitieron sus amigos del oficio. Porque, yo no sabía, que entre ellos se «dateaban» respecto de dónde había algo interesante. Ese día Lagos rompió el secreto conmigo y me dijo que a él le contaron acerca de la existencia de un banco de locos, que era cosa de ir y recogerlos. Me invitó. Me explicó que el punto se encontraba en la prolongación imaginaria de la calle Talcahuano hacia el mar, donde antiguamente estuvo instalado el muelle de la Refinería. A sólo unos cien metros de la playa había una agrupación de piedras bajo el mar donde, según me contó, estaban los locos que nadie había tocado. «Y ‒me dijo‒, desde un bote uno puede zambullirse un metro y ahí están, podríamos cargar un canasto y después nos los repartimos». Rechacé la sabrosa invitación, no me hallé capaz de intentarlo siquiera, al fin y al cabo yo no era miembro de la cofradía de los mariscadores. A Lagos le perdí la pista. Quizá haya locos ahí todavía, si es que el «dato» era correcto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario