Por Max Wenger M.
Cuando comienzo a escribir estas líneas y sin esperarlo, se escucha en un receptor radial que anuncian a Patricio Renán en un programa de recuerdos.
El caso es que evoco nítidamente la imagen del edificio de madera, levantado probablemente después del terremoto del 39, que albergaba a las escuelas Nro. 32 de niñas por las mañanas, y la Nro. 31 de hombres por las tardes. Próximo, al mercado municipal.
El local principal era de trazos simples, sin recovecos. Dos alerones unidos por un ancho y algo oscuro pasillo que separaba otras tantas hileras de salas de clases hasta el fondo.
A la entrada, contrapuestas, dos oficinas: la dirección y al frente la sub-dirección del plantel.
De modo perpendicular a la línea de la playa, hubo otro pabellón más pequeño y un patio de pavimento.
La estructura principal del local , tenía la cualidad de vincular casi todo el ámbito escolar, con chicos y chicas según su jornada, corriendo de un lado a otro en recreos invernales y con el paso seguro y diligente de las profesoras o “señoritas”, como se les llamaba sin tener en cuenta ni entender la figura del estado civil de cada una.
Había también, naturalmente profesores varones, entre los cuales llamaban la atención el transitar discreto y algo solitario del señor Novik y la figura comunicativa del señor Constela. El director era don Amulio Leyton, quien al igual que la directora de la escuela de niñas, doña Ana María Benavente, tenía la facilidad de contar con una vivienda justo al frente del inmueble escolar.
Fui alumno de la escuela 31 con la señorita Eliana, que después ya adolescente, me hacía evocar una novela de Eduardo Barrios.
Cautivaba también mi admiración la señorita Seomara, quien con gracia y talento dirigía el coro de la escuela . Resuenan todavía en mis oídos los sones de “Matecito de plata” y del bolero “Sufrir” cuando ensayaban.
Después me tocó incluso integrar esa agrupación cuando la dirigió doña Matilde Avendaño. Una vez viví una extraña emoción cuando cantábamos la famosa “Canción de cuna” de Brahms.
También conocí la escuela de niñas llevado por mi madre Adriana Meza, profesora de la misma. Las niñas siempre lucían inmaculados delantales blancos a la usanza de la época.
Así pude admirar a profesoras como doña Ana Parada , subdirectora; doña Laura Eriz, doña Dudomilia Matus, a las hermanas Rodríguez, entra varias otras docentes de esos tiempos.
Me llamó siempre la atención que en el local se percibía un aroma peculiar, mezcla rara de ropas a veces humedecidas por lluvias invernales , de útiles escolares y de materiales didácticos, que le daban una cierta característica especial.
La 31 y la 32 no eran las únicas. Tuve un breve pasaje en la escuela 69 de la Refinería, cuando la dirigía don César Hernández.
Y no podría dejar de mencionar el Kinder privado de las hermanas Ulloa, que se daban tiempo para atender además un negocio de paquetería en pleno centro de la ciudad.
Cuántas generaciones pasaron por esas aulas en sus primeros atisbos de conocimiento de un mundo social distinto al de sus hogares.
El tiempo transcurre fugaz... pero las imágenes y los aromas perduran . Gracias escuelas de Penco.
(N. de la R.: La escuela de madera aludida en esta entretenida crónica de nuestro amigo Wenger, se incendió hacia finales de los años 50. En su lugar se emplaza hoy un gimnasio.)
1 comentario:
En ese lugar continuó funcionando la Escuela 90 de Penco hasta 1978, cuando fué trasladada a su ubicación actual. Su director, hasta septiembre de 1973, fué don Servio Amulio Leyton, reemplazado ese funesto año y mes por doña Ruth Cabezas.
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