lunes, octubre 26, 2009

DESDE NUESTRO CERRO COPUCHO SE PUEDE VER EL MAR Y LA CORDILLERA



Por Iván Ramos Castro

Cuando el tiempo pasa así, tan raudo y "chitacallando", voltear la página al revés y perdernos entre nuestros sueños del pasado de origen, nos queda la certera impresión de que hemos vivido en promedio, mucho más que las nuevas generaciones. No lo digo por vanagloria ni por pasarme de cachiporra, ante algunos de estas nuevas generaciones que crecieron viendo mucho de Animal Planet, Discovery Channel y otro canales de la media, sin ocurrírseles jamás asomarse "pa`fuerita de la puerta de su casa, a atisbar, cuando en las estrelladas noches de esta primavera, fresca y asombrosa, cualquier cosa rara e inexplicable que se presentara. Recuerdo que poco después del terremoto de 1960, a cualquiera que se le ocurriera alguna idea extraña fuera de lo común, le dijeran que tenía "las tejas corridas". Por eso mismo, cuando uno observaba algo a nuestro alcance inexplicable, se prefería silenciarlo u olvidarlo para no quedar por enajenado. En ese tiempo, del disfrute exclusivo de los partidos de la liga de primera división de fútbol solo por el radio, de los goles cantados por Darío Verdugo, Sergio Planells, Raúl Hernán Leppé y otros tantos, mucho antes que Pedro Carcuro y el Sapo Livingstone, quién aun jugaba por la U. Católica; de nuestro conocimiento del mundo a través del Repórter Esso, el diario El Planeta y otros periódicos locales de menor importancia, tiempo en el cual la esfera que parecía enmarcar nuestra visión del mundo no sobresalía más allá de nuestro ombligo, todo esto, quizá nos impulsaba a imaginar y a realizar acciones casi inmediatas como respuesta a nuestro aislamiento. Uno de mis maestros acerca de que cosas se podían observar con solo pelar el ojo, fue el maestro zapatero, Rosamel Bravo, de quien deseo siga tan bien de salud y alegre como siempre. Donde don Don Rosamel acudíamos periódicamente a que nos compusiera los zapatos o cosiera el balón de fútbol para el partido del domingo. El vive actualmente en la Población Desiderio Guzmán y considero que es una verdadera memoria viviente, cuyas historias y experiencias merecerían ser escritas. El sufrió desde pequeño de poliomielitis, lo que le obligó a usar una muleta para desplazarse. Una de las historias que más me intrigó fue aquella en la cual, desde Penco, se podía observar la cordillera de Los Andes. Eso me dejó cabezón: - ¿y desde dónde se ve tal maravilla? - le pregunté pensando que solo era una de sus tantas bromas.
- De aquí bien cerquita pús cabro, pero para verla debes subir al cerro Copucho, te encaramas en el pino más alto, miras hacia el mar y después volteas a lo contrario y entonces podrás ver la cordillera con sus picos blancos y azulosos.
Pensé preguntarle al Profesor González pero, mejor me hice el gil, la idea me comenzó a dar vueltas y vueltas, hasta que un día, en clases de geografía, don Jorge, el maestro nos preguntó: - ¿alguno de ustedes conoce nuestra cordillera de Los Andes? - Nadie dijo ni pío, - la cordi… qué, - respondió el Atahualpa Chandía y la contrarespuesta fue una reprensión inmediata por su despiste. No sé por qué levanté la mano. -- ¿La conoces, desde dónde..?--, me preguntó apuntándome con su puntero directo a los ojos.
--Desde el cerro Copucho profesor--. Por suerte, solo sonrió, dejándome pasar tal ocurrencia, esta vez me salvé. Pero, estoy seguro de que tiene que verse de algún lado y de por aquí cerquita, pensé.
Sería a finales de octubre o principios de noviembre de ese mismo año del gran terremoto, que se me ocurrió dar una vuelta de día sábado por las inmediaciones del "tranque" del fundo Coihueco.(Foto: entrada del fundo Coihueco, en la actualidad vista desde el viaducto. El camino es una de las opciones para llegar a la cima del cerro Copucho) Los pozones estaban repletos de improvisados bañistas, quienes en cada zambullida miraban hacia la entrada por si se aparecían los vigilantes o el temible "señor Pinto" acompañado por un grupo de celadores para meter a todos estos nudistas presos. La cuestión fue, de que en vez de meterme a uno de los pozones, decidí subir por el empinado cerro al costado del estero, me fui apartando quilas, zarzas y cuanta mata crecida entre los pinares. Subí hasta llegar a la superficie más plana y escogí lo que me pareció ser el árbol más alto. Me quité los bototos que mi viejo me los mandara a fabricar a la medida en el taller de don Licho Mendoza, allá por la calle Infante, cerca del antiguo matadero municipal, el papá de Marcelita, tan linda y bella. No, mejor los subo conmigo. Agarré mis botines y nos fuimos pa`arriba. Poco a poco, agarrándome con firmeza de cada gancho fui ascendiendo hasta llegar casi a la copa. La vista resultaba impresionante, los copetes se mecían de un lado a otro, balanceándose rítmicamente al compás del viento como un inmenso océano verde, era como estar en la cofa de "La Baquedano" y con la sensación de ser su último grumete, pero sin la menor intención de caerme al vacío. Sobre el azul verdoso del mar, la Quiriquina y algunos techos de sus edificaciones, Talcahuano, la punta de Tomé y por supuesto, todo Penco. Así estuve durante unos cuantos minutos, medio con la boca abierta y con un temor creciente a caerme, a que me diera un desvanecimiento repentino, a que se rompiera el cogollo del árbol y me mandara a la misma cresta… Decidí bajar lo más rápido que pudiera, entonces escuché la voz de mi amigo Rosamel el zapatero, soplándome en la oreja: -- Mira pa`trás gil, mira…-- Poco a poco, giré la cabeza y miré: carajo, solo nubes, nubes blancas como las que se asoman por la chimenea del Vaticano anunciando un nuevo Papa. La visión de los montes, verdes con sus quebradas verdes, sus esteritos verdes y cuanto verde viera o imaginara, me puso verde. Buen cuentero era este Rosamel, caramba.., entonces, como si una mano invisible apartara el blanco velo que tenía enfrente, se logró lo imposible. Los picachos nevados, blancos y azulados, de las pétreas montañas andinas, divisándose lejanos pero al alcance de mis ojos.

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