Foto referencial tomada de Internet. |
Un vecino, cuyo nombre no llegó a mis oídos, vivía en Cerro Verde y en compañía de su familia cuidaba y trabajaba un hermoso huerto a los pies del cerro al lado oriente de la línea del tren. En primavera y en verano hacía "su agosto" vendiendo lechugas, cebollinos, cilantro, porros. Le iba bien al dueño de ese pequeño predio. Sin embargo, un día comenzó a sentirse mal. Un dolor al pecho y a la espalda minó su energía y su entusiasmo.
En 1949 poca gente iba al médico, más bien las curaciones venían por el lado de mujeres que ejercían de “meicas”. Médica entonces era sinónimo de bruja o machi. Atendían en sus casas o iban a hacer visitas, cobraban bien y otras veces prestaban sus servicios gratis.
Contaba el dicho popular de entonces que esta persona acudió a una que vivía en una modesta vivienda en una calle cerca de la ranfla. La mujer le diagnosticó tisis, le dijo que tenía que cuidarse y le recetó tisanas de hierbas. Le recomendó que le agregara brotes de una planta trepadora conocida como pila-pila, unas hojas de ortiga con unos cogollos de hinojo. Pero, el hombre no se recuperó. Seguía enfermo con fiebre y con tos.
Fue nuevamente donde la meica, quien esta vez le recetó el peor remedio que el dueño de la hortaliza pudo imaginar. La mujer le dijo que por una vez tendría que tomarse un plato de sopa de perro. El enfermo movió la cabeza, pero acató la receta en serio. Perros vagos había suficientes en Cerro Verde como para sacrificar uno. Sin embargo, más serio que nunca y tal vez desesperado por hallar pronta mejoría decidió que la fuente de su remedio no fuera un quiltro callejero, sino su propio mastín. Fue así como una noche le dio muerte. Lo descueró de madrugada y cuando estaba comenzando a aclarar tenía la sopa a punto. Cerró los ojos, no usó cuchara y se empinó el plato casi hirviendo. Soportó como pudo y se fue a dormir con el sol alto.
Quienes lo conocieron dijeron que el dueño de la hortaliza se recuperó a medias, pero de su sacrificio, de tener que matar a su mejor compañero, se habló durante muchos años en Cerro Verde. Incluso se comentaron detalles de cómo eran los perros descuerados. Por respeto a su mascota, el hombre de la huerta, ya recuperado, nunca hizo referencia al asunto.
En 1949 poca gente iba al médico, más bien las curaciones venían por el lado de mujeres que ejercían de “meicas”. Médica entonces era sinónimo de bruja o machi. Atendían en sus casas o iban a hacer visitas, cobraban bien y otras veces prestaban sus servicios gratis.
Contaba el dicho popular de entonces que esta persona acudió a una que vivía en una modesta vivienda en una calle cerca de la ranfla. La mujer le diagnosticó tisis, le dijo que tenía que cuidarse y le recetó tisanas de hierbas. Le recomendó que le agregara brotes de una planta trepadora conocida como pila-pila, unas hojas de ortiga con unos cogollos de hinojo. Pero, el hombre no se recuperó. Seguía enfermo con fiebre y con tos.
Fue nuevamente donde la meica, quien esta vez le recetó el peor remedio que el dueño de la hortaliza pudo imaginar. La mujer le dijo que por una vez tendría que tomarse un plato de sopa de perro. El enfermo movió la cabeza, pero acató la receta en serio. Perros vagos había suficientes en Cerro Verde como para sacrificar uno. Sin embargo, más serio que nunca y tal vez desesperado por hallar pronta mejoría decidió que la fuente de su remedio no fuera un quiltro callejero, sino su propio mastín. Fue así como una noche le dio muerte. Lo descueró de madrugada y cuando estaba comenzando a aclarar tenía la sopa a punto. Cerró los ojos, no usó cuchara y se empinó el plato casi hirviendo. Soportó como pudo y se fue a dormir con el sol alto.
Quienes lo conocieron dijeron que el dueño de la hortaliza se recuperó a medias, pero de su sacrificio, de tener que matar a su mejor compañero, se habló durante muchos años en Cerro Verde. Incluso se comentaron detalles de cómo eran los perros descuerados. Por respeto a su mascota, el hombre de la huerta, ya recuperado, nunca hizo referencia al asunto.
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