viernes, febrero 18, 2011

LAS "BOTICAS" DE LA SALVACIÓN


El régimen de ley seca en fines de semana que imperó en Penco durante algunos años no era, en modo alguno, obstáculo para comprar vino. Por el contrario, la medida en lugar de morigerar el consumo parecía aumentarlo. Incluso incentivaba la creatividad tanto de compradores como de expendedores porque había que sortear la prohibición. Los primeros sabían cómo caminar por las calles para evitar a los carabineros, sabían también cómo ocultar las botellas – envueltas en papel de diario—y los segundos, los vendedores creaban entradas falsas a sus bodegas para proveer vino fuera de la ley.
La orden regía desde las 14 horas del sábado, cuando se bajaba la cortina, hasta la medianoche del domingo. Quien no alcanzaba a abastecerse dentro de la hora fatal tenía, afortunadamente, la opción de recurrir a los locales clandestinos para no morir de sed aunque fuera pagando más. Adicionalmente, sin embargo, corría el riesgo de ser sorprendido. Esta venta clandestina en Penco era vox populi; se sabía dónde y quién vendía. A estos recintos algunos los llamaban las boticas.
Insólito era ingresar a estos locales por las puertas falsas llámese living de la casa, la entrada al comedor, por la cocina o por algún portoncito del patio. La sorpresa aguardaba en el lugar destinado por el expendedor para la venta del vino: una pieza oscura y de mala muerte, un quincho, un garaje, una mediagua. Ese sitio estaba la mayor de las veces con una buena concurrencia de parroquianos los que conversaban sobre los temas más diversos, jugaban a las cartas o participaban en competencias de rayuela al aire libre dentro del sitio de la propiedad ya junto al jardín, la huerta o el gallinero. Lo que no faltaba era el jarro de vino a disposición. Todos los presentes estaban siempre cufifos, salvo el dueño del local quien con cara de preocupación aparente miraba por la ventana por si aparecía policía. Si eso llegaba a ocurrir había un plan para evitar la sanción: retirar rápidamente las copas y los jarros, aquí no ha pasado nada.
En cambio quien iba a los clandestinos sólo a comprar permanecía allí lo que durara el llenado de la botella, pagaba y de vuelta a la calle, con el envase aforrado en papel de diario. El dueño se asomaba a la puerta primero, miraba en todas direcciones y como no había moros en la costa, empujaba al comprador suavemente para que saliera rápido y emprendiera la caminata para la casa, si te he visto no me acuerdo.
Los anteriores eran los vendedores establecidos y con sus patentes al día, sólo que no estaban dispuestos a perder mercado por culpa de una disposición legal. Había otros, de menor monta que compraban el vino en damajuanas y le sacaban cuatro veces el costo expendiendo vino convenientemente bautizado. Eran los menos, vendían en sus casas y preferían atender a sus sedientos clientes en horario nocturno, porque era más seguro.
Así transcurrían los fines de semana y días festivos de aquellos años cincuenta evadiendo la ley para poder brindar con una buena copa de pipeño.

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