jueves, abril 19, 2012

UNA MATANZA EN LA DESEMBOCADURA DEL ANDALIÉN


Nunca vi un espectáculo más deprimente que el que me correspondió presenciar en la desembocadura del río Andalién. Caía la tarde y estábamos ahí en el bosque de pinos y chochos que entonces había en Playa Negra. La curiosidad me llevó a acercarme a una familia que había llegado en camioneta y en la que se habían acercado casi al borde del río, que para esos años estaba encajonado hacia el sur oeste sobre la isla Rocuant, debido a un plan de manejo del cauce desarrollado por un instituto de Concepción. Por tanto la boca del Andalién estaba controlada y descargaba al mar en un solo brazo cuyo ancho no era mayor de cincuenta metros. (Hoy el río desemboca desordenadamente más cerca de Penco, luego que los pinos fueran indiscriminadamente eliminados y con ello se acabó la barrera de contención que por años había funcionado perfecta.
La familia de mi curiosidad la integraban tres personas: el padre, la madre y un niño de meses. Su llegada al borde de la boca del río no era para disfrutar un picnic hecho que no tenía sentido a esa hora de la tarde, casi el crepúsculo, sino que el propósito era otro. La camioneta quedó estacionada entre los pinos y los recién llegados se sentaron en la arena. Cuando ya el sol se ponía, el jefe familiar se paró y se dirigió a la camioneta. Levantó una lona de la parte posterior y sacó una larga cartuchera de cuero café y una maleta y regresó con ambos implementos al lugar donde estaban la madre y su hijo. Cada vez con más curiosidad yo observaba desde una cierta distancia. Entonces el hombre abrió la cartuchera y extrajo una reluciente escopeta calibre doce de dos cañones. En la maleta tenía los cartuchos. Cargó el arma. Se paró y se parapetó entre los pinos más próximos al río.
¿A qué le irá a disparar?, pensé preocupado. A esa hora de la tarde regresaban de una jornada de la bahía miles de cormoranes que residían en los árboles que había al borde del río Andalién aguas arriba. La desembocadura era la puerta de regreso al hogar. Algunos volaban muy alto, otros avanzaban por el aire aleteando a nivel del agua, como si sus alas negras tocaran las olas con las puntas. Era una ordenada procesión aérea de esas aves marinas que en Penco se conocen con el nombre de patos guanay o patos lile.

No me había fijado en el rostro del hombre que comenzaba a echarse la escopeta sobre su hombro para comenzar a disparar. Su rostro estaba deformado por algún lamentable accidente. Debió sufrir horrorosas quemaduras, porque su cara estaba desfigurada. Ninguna zona de su piel había escapado a la acción del fuego, del ácido corrosivo o de algún líquido incandescente causa de su infortunio. Pues bien allí estaba de pie este hombre gigantón, con la escopeta en ristre y su cara inexpresiva y horrible. La mujer, en tanto, jugaba con su hijo en la arena.

La placidez de la escena terminó cuando se oyó el primer cataplum. Y desde ese momento, la serie de disparos no terminó hasta pasada una hora. El sujeto disparaba un tiro tras otro y uno a uno caían en la arena los hermosos cormoranes de plumaje negro reluciente que iban de regreso a casa. Me di cuenta que el tipo no falló ni un solo tiro. Su placer era ver caer a esas aves. Al cabo de un cierto rato, caminaba en dirección al lugar donde estaban los cormoranes muertos, los recogía y los traía a la arena donde los iba amontonando. Al final de la salvaje jornada de caza debieron ser un ciento los patos lile derribados. Terminadas las cargas y ya iniciada la noche, el hombre ordenó a su mujer ponerse de pie para volver a la camioneta y marcharse, no sin antes, por cierto, hacerse fotografiar junto a la inmensa ruma de cormoranes sacrificados. Tengo esa imagen espantosa grabada en la memoria.

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