lunes, mayo 28, 2012

UN BOLETO DE TREN PARA VIAJAR A CERRO VERDE



        Doña Olimpia era una mujer esbelta, llena de vida, de grandes ojos azules, tez blanca y pelo largo amarrado en un grueso tomate en la nuca. Usaba ropa oscura y falda larga, hasta el tobillo. Tuvo numerosos hijos e hijas. Uno de ellos fue el marido de mi tía. A ella le escuché la siguiente historia de su suegra, esposa de un guardabosque refinero de apellido Parada, con residencia en medio de los pinos de las Bateas unos 800 metros más al sur oriente de Penco Chico.
      El día de este episodio, la señora Olimpia esperó pacientemente en la estación de Penco el tren tomecito para ir a Cerro Verde, entonces había un paradero ferroviario ahí. Como venía bajando del cerro quiso ganar tiempo viajando en tren y evitarse caminar dos kilómetros para visitar a familiares, incluida mi tía, en ese sector pencón de mineros y pescadores.


        En la antigua estación de madera, ella se acercó a la ventanilla y compró el boleto de cartón para el corto viaje. La máquina de vapor que arrastraba los cuatro carros con destino a Tomé y procedente de Concepción entró en el recinto ferroviario y se detuvo junto al andén sin pavimentar tapizado de gravilla compactada. Numerosas personas que venían de Concepción bajaron y otras tantas –entre ellas doña Olimpia subieron. Ella llevaba un canasto con pan amasado para regalarlo a sus familiares. Se acostumbraba entonces no llegar de visita con las manos vacías. Pero, por algún motivo, Olimpia extravió su boleto.

        Como los pasajeros eran pocos, apenas el tren salió de la estación de Penco el conductor que revisaba los boletos, le pidió el suyo, cartón que ella confundida no pudo encontrar. "Que sí compré mi pasaje". "Que demuéstremelo". Se armó una discusión breve, áspera y desagradable. Olimpia no halló nunca su boleto para taparle la boca al funcionario descriteriado. Ella entendió que con esa mirada socarrona el conductor le estaba diciendo: “no me venga con cuentos, usted es una sinvergüenza”. Ofendida, Olimpia se paró en el acto, tomó su canasto, dio media vuelta y avanzó rápido por el pasillo. Entonces el conductor le gritó: “¡para adónde va señora, pague su pasaje!” Y ella sin volver la cabeza le respondió en voz alta: “¡Ya lo pagué, pero aquí mismo me bajo!”

        El tren había adquirido velocidad, unos 40 kilómetros por hora tal vez. Doña Olimpia con su canasto salió a la plataforma del carro, bajó los peldaños de metal y se lanzó al vacío. En ese momento el tomecito pasaba frente a la cancha de Gente de Mar. Asombrado y asustado el conductor majadero vio desde la ventanilla que la mujer caía sobre el terraplén de piedra laja y rodaba cuesta abajo. Estuvo a punto de jalar la cuerda para detener el tren, pero se abstuvo cuando vio que la mujer que levantaba del suelo por sus medios y sin problemas.


         En efecto, doña Olimpia rodó por la pendiente y su cuerpo se detuvo en la misma cancha, se levantó con la rapidez de una persona joven y robusta, sacudió su falda negra, afirmó su tomate en la nuca y comenzó a caminar en dirección de Cerro Verde. Al poco rato notó que las rodillas le sangraban debido a las erosiones recibidas en la piel y que sus manos estaban magulladas. Caminó y caminó con la frente en alto y su canasto con pan firme bajo el brazo. Ella nada le debía al servicio ferroviario, por el contrario, ferrocarriles estaba en una bochornosa deuda con doña Olimpia.

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