En el
verano de 1960, meses antes del gran terremoto (el mayor del que la Humanidad
tenga registro), la playa de Penco se inundó de música: la que provenía de los
altavoces de los casinos de entonces y aquella que emitían las radios
portátiles. Era una mezcolanza de ritmos y voces. La gente iba a la playa con
su portátil recién comprada y ponía la música a todo full. Hacia finales de los
años cincuenta ingresaron al mercado de la electrónica las radios a pilas.
Antes todos los receptores radiales tenían que estar conectados a la red
eléctrica. Pero, cuando irrumpieron masivamente las pilas en la oferta como
fuente de energía, de atrás llegaron las radios portátiles y también las
linternas pequeñas. A Dios gracias me habían regalado una de esas linternas ese
verano, de manera que estaba preparado cuando vino el gran sacudón del 21 de
mayo.
Pero,
volvamos a las radios. Las marcas alemanas dominaban el mercado: Grundig,
Telefunken. La que teníamos en casa usaba seis pilas AA, caras, que duraban
apenas una hora. A alguien se ocurrió que esas baterías descargadas se podían recargar
echándolas a hervir. Y funcionaba: se podía obtener una carga de yapa de unos diez minutos. Terminado ese tiempo, adiós mi radio.
Pero, la
gente llevaba sus portátiles a la playa: era de buen tono, daba independencia,
era cool. Quien poseía una de esas radios, parecidas a una maletita, obtenía
prestancia, cierta categoría, un grado de distinción. (Las mujeres se fijaban
en eso). Su equivalente de hoy sería tener un auto cero K. (Que ya no es gran
cosa, pero, en fin, nuevo).
La playa,
entonces, junto con su carga de música popular era escenario de vendedores de helados, de dulces,
de sándwiches y de empolvados. Aquellas radios no tenían audífonos. O sea, todos se
imponían de lo que estabas escuchando. ¡Súper cool! Pero, siempre había que
llevar una carga de pilas de repuesto por lo expresado anteriormente. Las
radios portátiles lucían una cubierta de cuero café, como los zapatos. En la
zona del parlamente les hacían perforaciones. La nuestra era color crema: Grundig.
Nos lucíamos con la radio (aunque sonara por sólo algunos minutos). Había que
juntar plata con los integrantes del grupo y mandar a un voluntario a comprar
más pilas al Menaje Lina, la tienda de electrónica que la llevaba en Penco. Todavía no se oían los Beatles, pero sí creaciones
chilenas: Marcianita y otras. Antes de presentar una canción los locutores leían largas listas de personas que pedían algún tema determinado. Así que primero había que escuchar quiénes habían mandado una carta para solicitar la canción tal o cual y luego de haberse mamado toda la lista, por fin, escuchar el tema. Hoy día, el panorama no ha cambiado mucho: no hay casinos, por tanto no hay música pública. Pero, ¿quién no anda colgado de sus audífonos?
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