sábado, diciembre 08, 2012

UN AMOR EN PENCO BARRIDO POR EL TIEMPO


La trama de este love story de Penco se inició en la década de 1950. Es una historia real que observé de cerca y que perseguí por más de cincuenta años para comprobar su desenlace. Investigué hasta el final… o casi hasta el final.
(Esta es una nueva versión a la publicada el 2010.)

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JURAMENTO DE AMOR

(Primera parte)

 Penco, septiembre de 1957

POR NELSON PALMA

         Ella, Yolanda, era colorina, de cabellera abundante y bien cuidada. En la tez pálida de su rostro destacaban pecas coquetas. Era una mujer bella. Para el momento en que se desarrolló esta historia, ella no tendría más de 22 años. Madre soltera de un niño pequeño. El padre del menor, Ernesto, un taxista de Concepción, la visitaba periódicamente en la pieza modestísima que arrendaba en calle Alcázar. El hombre la mantenía. Hasta que por algún motivo un día, el taxista vino a hurtadillas para llevarse a su hijo. Y se lo llevó. El vecindario se impuso del drama. Yolanda desesperada trató de recuperarlo. Se iba días enteros a hacerle la guardia al taxista o a su hijo en la puerta de la casa de su ex frente a la plaza Condell, de Concepción, pero no logró su ansiado propósito. Ella se quedó sola en Penco, hasta que un segundo hombre saltó a la palestra. Y no era raro que eso ocurriera, puesto que, como decíamos, la mujer era muy atractiva. 

         En medio de esta vorágine de inestabilidad emocional, Yolanda pareció enamorarse de un obrero de Fanaloza de nombre Pedro, que vivía en calle O'Higgins, en casa de sus padres. Un tipo simpático, joven, deportista, bien vestido, de trato afable, sin vicios. Seguramente por su apellido de ascendencia europea le decían «Coñito». Y resultó que el «Coñito» era la cara opuesta del taxista, un tipo rudo, vulgar, decidido y machista. 

          Y prendió el romance espontáneo que ligó a Yolanda con Pedro. Hacían buena pareja, aunque el vecindario sabía que ella lloraba encerrada en su pieza por la ausencia de su niño, secuestrado por el padre. Sólo sus más próximos supieron la verdadera razón de por qué aquel hombre huraño la dejó sin vuelta. Y quienes estuvieron informados mantuvieron la reserva. 

         Pero, a la luz de los nuevos hechos, el mundo comenzó a sonreír otra vez para Yolanda. Era más habitual verla alegre, con sus vivaces y enormes ojos verdes, largas pestañas encrespadas y sus labios sensuales y sabrosos. Enrique también se veía alegre. Le subieron los bonos porque en cosa de semanas pasó de solterón fome a gozar de la compañía de una mujer despampanante. El futuro se avizoraba todo color rosa para ambos. Pero, el destino tenía guardada sorpresas. 

           En medio del promisorio noviazgo se produjo un inesperado cambio de planes. La familia de Pedro anunció que se mudaría de Penco. La madre, el padre y la hermana del joven locero se pusieron de acuerdo para vender la casa. Se trasladarían sin más a Quillota, donde residían parientes. Y aquí vino el primer traspié: Pedro lo pensó y concluyó que debía seguir a sus padres y radicarse con ellos en esa ciudad de la provincia de Valparaíso. Por eso renunció a su empleo en Fanaloza. 

          La familia de Pedro embarcó todas sus cosas y se fue primero, mientras que este último se quedó dos meses más en Penco.

             Informada Yolanda del cambio y ante la inminente partida de Pedro, entró en depresión. Pero, ahí estuvo el joven locero para darle seguridades: él se instalaría en Quillota y en cosa de semanas volvería a Penco, para llevársela a su nuevo hogar en el norte. Casamiento en Quillota, a la brevedad. ¿Estaba Yolanda dispuesta a un cambio tan radical?

            Y llegó el día de la despedida, en enero de 1958. Pedro entregó la ex casa familiar a sus nuevos dueños, agarró su maleta y, en compañía de su adorada Yolanda, se dirigió a tomar el bus a Concepción para desde allí abordar el tren al norte. La pareja se bajó en el centro penquista y, en vista que disponían de tiempo, a lo menos una hora, pasaron a servirse un refrigerio en una fuente de soda de calle Barros Arana. Ya en la estación (hoy sede del gobierno regional) Pedro compró unos libros, relatos de vaqueros que vendían en un kiosko, para matar las largas horas de viaje. Y se dijeron las palabras del adiós. «Escúchame, Yolanda, amor mío. Te juro que te vengo a buscar para que nos casemos y será muy pronto», le dijo «Coñito» en medio del ruido del gentío y el rechinar de fierros de la locomotora que hacía su entrada junto a los andenes de la estación…

         Fue un momento desgarrador para los enamorados, una despedida llena de abrazos, besos y promesas. Muchas promesas. La más importante de estas últimas, que Yolanda también se mudaría a vivir a Quillota. Caminaron por el amplio andén de la estación y Enrique abordó el tren expreso a Santiago. De allí tomaría la combinación a Quillota en la estación Mapocho.

          Poco después que el tren saliera de la estación rodeado de humo negro y fumarolas de vapor, Yolanda volvió a Penco triste pero esperanzada refugiándose en el juramento del «Coñito» que volvería por ella en menos de dos semanas. El vecindario estaba feliz por la nueva vida que aguardaba a esa mujer guapa del barrio aunque fuera tan lejos de Penco y tan lejos de su hijo. ¿Adónde queda ese Limache?, preguntaban algunos vecinos.

       Desde aquel día la mujer esperó y esperó. La gente le preguntaba que cuándo se iría ella también, que por qué no viajaba sola. Y ella respondía que no conocía esa ciudad, que no sabía ni dónde quedaba ni menos cómo llegar, y decía que era mejor esperar, que ya recibiría alguna carta de Limache. Pero, su intuición también le susurraba al oído y ella lloraba. Y lloró por muchos meses más.

          ¿Otro universal e incumplido juramento de amor? Pedro, el «Coñito» la dejó plantada, nunca volvió por ella y jamás le escribió una sola carta. Al menos eso era lo que se sabía entre el vecindario. Desengañada Yolanda y enfrentada a la realidad se fue de Penco a vivir a Concepción para iniciar una batalla judicial y lograr la tuición de su hijo o para reencontrarse con el rudo taxista, a quien probablemente no olvidó pese a las promesas del «Coñito». 
         Desde que ella de mudó a Concepción, el vecindario de Penco nunca más supo de ella, del mismo modo nadie supo nada más de Pedro. El amor de ambos fue breve y bello pero el tiempo lo barrió para siempre por la inconsistencia de las palabras y la inconsecuencia de una de las partes. Hoy tampoco ya nada es igual en Penco, lugar donde transcurrió aquella frágil historia de amor.


UNA MUJER MISTERIOSA

(Segunda parte)

Limache, avenida Urmeneta.
Limache, 24 de agosto de 2010


  ¿Pero, qué pasó verdaderamente? ¿Por qué el «Coñito» no volvió a buscar a Yolanda? ¿O acaso regresó silenciosamente para llevársela y nadie lo supo? Sólo un ser humano en este mundo tiene la respuesta, pensé intrigado, y esa persona es el «Coñito». Me propuse preguntárselo si alguna vez me lo topaba en la vida. Era claro que si todavía existía sobre la faz de la tierra, tendría que estar en Quillota.  

          Ese día de agosto de 2010 tuve que viajar a Quillota por motivos de trabajo. Terminada mi tarea y siendo aún temprano ingresé en las páginas blancas de la guía telefónica para buscar su nombre, ahí estaba. Map city me ayudó a localizar el punto. Su domicilio estaba a seis cuadras del lugar en que yo me encontraba. (Sólo a mí se me pudo ocurrir investigar algo tan etéreo, olvidado, tal vez intrascendente, y borrado por los años. ¿Alguien más que yo se acordaría de este cuento en Penco? Lo dudo). Se cumplían 52 años de la última vez que lo había visto, cuando  él fue casa por casa a despedirse de las familias amigas del barrio. ¿Si me viera él se acordaría de mí? y ¿sería yo capaz de reconocer su rostro después de tantos años? 

        Estacioné frente a la reja con el número que tenía anotado. Toqué el timbre. Salió una mujer de sonrisa agradable, me saludó y me preguntó «¿a quién busca?» Y le respondí con otra pregunta ¿Vive aquí don Pedro (me reservo el apellido)? La mujer me dijo que sí pero siguió con sus preguntas: «¿él lo ubica a usted?» Pero, claro, le dije, somos amigos de muchos años. «Si es así ‒agregó ella‒, pase usted, adelante». Crucé la puerta e ingresé al living de la casa. ¿Usted es la hermana de don Pedro?, le pregunté para ubicarme. Asintió con la cabeza y de seguro le extrañó la pregunta por cómo podía yo saber eso para relacionarla con la persona que buscaba, pero lo pasó por alto. Me invitó a tomar asiento y volvió a sus labores de costura, porque cuando llegué la vi desde afuera que estaba cosiendo en una habitación lateral. Sentado en un sillón esperé nervioso. Uno o dos minutos. Sentí unos pasos que se acercaban por el pasillo. Mi corazón latió rápido. 

              Frente a mí tuve la figura de un hombre mayor, delgado, de pelo fino, sin canas, con peinado bien cuidado. Llevaba una bufanda. Sus ojos brillaban detrás de sus lentes ópticos en tono verde botella. Tendió la mano para saludarme, frunció las cejas y me preguntó con suavidad: «¿Dónde lo he visto a usted señor?» 

           ‒Don Pedro ‒le dije emocionado‒ nos hemos vistos varias veces, en Penco. 

               ‒¿En Penco? Ah, sí, yo viví por muchos años en Penco.

           ‒Yo era un niño entonces y usted trabajaba en Fanaloza. Considero que éramos amigos porque usted era muy amigo de los niños del barrio. 

             ‒¡Qué agradable sorpresa! ¿Y a qué se debe su visita señor, amigo? ‒, me preguntó. 

           Nada particular don Pedro, sólo saludar a un amigo de tantos años, se lo dije  mirándolo a los ojos para ver si sintonizaba. Pedro no me despegaba la vista. Su mirada penetrante, inquisidora, denotaba una delicada picardía que se fue transformando en ternura. Sus ojos de hombre viejo, sin embargo, guardaban un destello vital, dulce, de un abuelo simpático que escarbaban en retrospectiva y que quizás reconstruían las imágenes del adiós que le transmitió a Yolanda en la estación ferroviaria de Concepción, aquel lejano día del verano de 1958. Él guardó silencio por largos segundos. Para traerlo al presente le dije: 

      ‒Don Pedro, los niños a usted le decíamos «Coñito», ¿verdad? 

           Su cara se iluminó, porque por primera vez en medio siglo oía de nuevo el apodo. 

     ‒Tiene usted razón, me decían «Coñito»‒. Y rió inmerso seguramente en más recuerdos. 

          Fue justo en ese momento cuando me dijo: 

          ‒Le voy a presentar a mi señora... 

        (¡No!, pensé al borde de una súbita angustia, ¿finalmente se casó con Yolanda y se la trajo a Limache sin que nadie supiera? Voy a ver de nuevo a la bella colorina de entonces. Sabré qué pasó con su hijo secuestrado por el padre-taxista-violento, me dije con el corazón lleno de una rara expectativa). Una mujer se presentó silenciosamente en el living donde yo me encontraba con el «Coñito». 

        Alta, fina más joven que Pedro. Su pelo era rubio entreverado con canas, nariz respingada, sonrisa explícita. 
        (¿Ella es Yolanda? me pregunté en silencio ocultando mi emoción. No estaba seguro. Si era ella, ¡cómo cambió con los años pero me pareció que mantenía el parecido! La miré tratando de unir el pasado con el presente, para establecer las semejanzas o las diferencias. Sí, me dije, el tiempo no pasó en vano y aposté en mi pensamiento: ¡tiene que ser Yolanda y frente a mí aún no me reconoce!) 

    ‒Ella es mi señora‒, me dijo orgulloso el "Coñito" sin nombrarla. 

          Nos saludamos. 

        (Y yo, nervioso, le preguntaba con el pensamiento: ¿Usted es Yolanda, verdad? ¡Diga que sí por favor para cerrar esta historia! Usted es la misma, continué pensando ansioso durante infinitos segundos.) 

        Y Pedro rompió el silencio que siguió a nuestra presentación dirigiéndose a ella: 

       ‒Él es un amigo de Penco que ha pasado a visitarme‒. 

      (Mientras, yo trataba de descubrir a Yolanda en aquella mujer. Dígame que es usted, pensé casi en voz alta). 

    ‒No lo puedo creer, ¿usted es de Penco?‒ me preguntó ella sorprendida como si yo hubiera sido alguien conocido. Me clavó la vista y levantó sus cejas con una misteriosa sonrisa de incredulidad. Quería oír mi respuesta. Pero, su pregunta acentuaba mi incertidumbre. ¿Cómo comportarme? ¿como un conocido o como alguien desconocido que llegó sorpresivamente a su casa para nada? 

       En esa situación me sentía muy incómodo y me había quedado mudo. Sólo atiné a asentir con la cabeza mientras ganaba tiempo para auscultar su rostro en un esfuerzo por descubrir aquellas pecas de entonces, indagando su identidad en lo profundo de sus ojos claros. 

        Ella le habló al marido con femenina displicencia, dirigiendo la vista hacia ninguna parte, como haciendo memoria: 

        ‒El cambio de Penco a Quillota fue en 1958, no lo tengo muy claro…

       Pedro asintió con seguridad, se giró hacia mí y me miró leyendo mi mente. Lo que me dijo zanjó esa sospecha enorme que atenazaba mis pensamientos y que era el motivo de mi visita. Su respuesta me dejó un nudo en el pecho: 

    ‒Lo que pasa es que ella se confunde con esa fecha de la mudanza de Penco, porque es nacida y criada aquí en Quillota.  

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      Regresé a Santiago manejando solitario en la paz de la noche por la cuesta de La Dormida, con la verdad despejada a medias. Pensaba, para abrochar esta historia tendría que ubicar a Yolanda. ¿Podría encontrarla algún día, si ni siquiera sé su apellido? Aunque en Penco nadie se acuerde de ella como para conseguir alguna pista, veremos si la encuentro y ustedes serán testigos del resultado…  
                                                                                                   (CONTINUARÁ)
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Los nombres de los protagonistas de esta historia han sido modificados.

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