Los cambios
que trajo el nuevo siglo han sido tan profundos que muchos olvidan cómo era la
vida antes. Basta con forzar un poquito la memoria para reconstituir las
escenas familiares del pasado y las costumbres de Penco en años no tan remotos.
Nos vamos a enfocar en un tipo de comida en particular.
Si la idea
era preparar pescado frito, había que ir a la playa, sector de Gente de Mar, y
comprar unas tres o cuatro pescadas
(así se llamaba a las merluzas). Los pescadores las vendían enteras: con
cabezas, cola, escamas y vísceras. Les introducían
un trozo de alambre por las agallas y lo sacaban por el hocico, después unían
los cabos del alambre y las pescadas quedaban ensartadas por las cabezas listas para llevarlas a
casa. El comprador las transportaba colgando. Si era una persona de baja
estatura, las colas arrastraban el suelo, si se descuidaba, los peces se
golpeaban en su ropa impregnándola con sus babas.
Ya en casa
había que darse a la tarea de limpiarlas: quitarles cabezas, escamas, piel,
espinazo, cola y tripas. Una tarea pesada y poco atractiva. Hoy el producto se
compra listo para tirarlo a la sartén. Para freír
las pescadas teníamos que disponer de aceite suficiente. La fritanga exigía una
buena cantidad. Con una botella de vidrio había que ir al almacén de la esquina
donde el aceite se extraía directamente de un tambor enorme dotado de una
bomba. El vendedor ponía un embudo a la botella y hacía
girar la manivela. ¡Listo, un litro de aceite!
La mayonesa
hecha en casa era la única opción. Las cocineras extraían las yemas de los
huevos, las echaban en un bowl y batían con un tenedor. Agregaban aceite en
gran cantidad hasta que el cabo de un rato batir y batir sin parar, las yemas se unían y mezclaban con
el aceite cuajando en una mayonesa exquisita de amarillo intenso. Tres gotitas
de limón y al comedor, había que untar el pan con un cuchillo por la
consistencia que presentaba la rica mayo casera.
Al igual
que hoy en las verdulerías se adquirían los tomates y las cebollas, con los que
se preparan las ensaladas chilenas. Para beber había que salir a comprar el
vino. Como no había botillerías en Penco, el producto se compraba en bodegas
que expendían desde pipas de madera. Las pipas estaban recostadas sobre un
encatrado de palo y disponían de una llave de madera por donde se controlaba la
salida del vino. El bodeguero usaba unas medidas de litro, medio y un cuatro
para vender a granel y al menudeo. Desde la bodega el vino pipeño llegaba a la
mesa para su consumo y acompañar el pescado frito.
El plato
más refinado al que podía acceder el promedio de las familias penconas era el
bistec a lo pobre. La carne se compraba en las carnicerías, donde el carnicero
no tenía los bistecs precortados o seleccionados. Luego de oír el pedido tomaba
el cuchillo y sacaba el trozo de carne de una enorme pieza de animal vacuno
colgada de unos fierros pegados al cielo raso. Acariciaba la carne para hacerla
más tierna, cortaba los bistecs, los pesaba en una balanza, tomaba un pliego de
papel de diario y envolvía el producto. Se pagaba el valor. De ahí, directo a la casa para que la cocinera
preparara la fritura. Ellas pelaban las papas, las cortaban y las echaban a
freír en una olla colmada de aceite. En la sartén se freían los bistecs y a la
carne se le agregaba la cebolla cortada fina. Una vez listo estos ingredientes,
se preparaban los platos: la carne al centro, por los lados las papas fritas,
cubriendo parte de las papas y la carne: la cebolla de color caramelo y
coronando esta apetitoso plato, un par de huevos fritos: listo el bistec a lo
pobre. Los huevos se obtenían del gallinero propio. No era común irlos a
comprar al almacén. A un plato parecido, hoy llaman chorrillana.
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