viernes, abril 12, 2013

LA FIESTA DE CADA DOMINGO EN LA REFINERÍA


Primer equipo de Fanaloza en los cincuenta.
El fútbol oficial en Penco, es decir aquel correspondiente a la “primera división” del torneo regional del balompié, era reverenciado por adultos y niños quienes asistían masivamente al estadio de la refinería cada día domingo. Siempre había un protagonista que hacía de local en ese recinto ya fuera Coquimbo, Fanaloza o los de Lirquén Vipla y Minerales. Por ese motivo, cada vez las aposentarías estaban colmadas de fanáticos. Y no sólo las galerías de tablones, sino también las dos elevaciones junto a la cancha: el sitio baldío de entonces (hoy escuela Italia) donde la altura permitía ver por encima del muro del recinto y la esquina de Membrillar con O’Higgins. En esos lugares privilegiados se apostaba mucha gente a ver lo que se podía ver.

Dentro del recinto, esto es relevante, no había ni rejas ni vallas metálicas entre la cancha y las aposentadurías. Existía sólo una baranda de madera que separaba más bien simbólicamente el pasillo que permitía al público circular o buscar ubicación y las líneas laterales del campo de juego marcadas con cal. Es decir, cualquier fanático podría haber entrado a la cancha, porque ni siquiera había resguardo de carabineros. Pero, los hinchas de entonces eran respetuosos, reverenciaban esas normas no escritas de buen comportamiento. Sólo la conducta que se observa hoy en los estadios europeos era comparable al modo de comportarse de los pencones.

Fútbol en la cancha el Fortín de la Refinería.

Dependiendo de la importancia del partido, algunas veces una hora antes del encuentro, en medio de la cancha actuaba el orfeón de la refinería ejecutando hermosas marchas militares herencia de la Segunda Guerra Mundial. Esta banda la integraban trabajadores refineros y vecinos que tocaban mayormente instrumentos de vientos como trompetas, clarines, clarinetes, requintos, bajos y oboes. Y para el ritmo: tambores, bombos y platillos. Vestían uniforme azul oscuro, camisa blanca, corbata azul y una gorra del color del traje. Sus interpretaciones eran de un excelente nivel, pues seguían rigurosamente partituras y arreglos bajo la conducción autorizada de la batuta de un director.

Pero, ésos eran los flecos. Veamos qué pasaba en los entretiempos. Decíamos que los padres llevaban sus hijos al estadio, quienes miraban los partidos quietitos en sus asientos. Alguien diría que ahí estaban “que cortaban las huinchas”. Por eso, cuando el árbitro daba por terminada la primera parte y los jugadores volvían al camarín, estallaba otra fiesta en el estadio de la refinería: decenas, si no cientos de niños saltaban de sus asientos y entraban masivamente y corriendo a la cancha. Nadie sabía de dónde salían pelotas y se armaban las pichangas de todos contra todos. Como los “jugadores” eran tantos, se levantaba gran polvareda. Los niños perseguían las pelotas, se daban patadas, salían corriendo, cometían fouls, chuteaban al arco. Era un caos pero también una gran diversión que se podía presenciar desde las tribunas. La gente gritaba a los niños “jugadores”, los aplaudía, los llamaba por sus nombres en la multitud. Tal era el espectáculo, valor agregado, que se producía en el entretiempo. La fiesta terminaba y todos volvían a las tribunas a sentarse junto a sus padres cuando la triada de árbitros regresaba al campo de juego para reiniciar las acciones.

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