viernes, diciembre 20, 2013

LA NIÑA QUE VINO A PENCO A CONOCER EL MAR


     De Santa Bárbara, al oriente de Los Ángeles, la trajeron a Penco con la gran promesa de que ella por fin conocería el mar. Eloísa tenía diez años y en casa a su corta edad había oído tantas historias –para ella aterradoras—que ocurrían en el mar desde piratas sanguinarios, varazones de miles de peces y monstruos marinos de las profundidades que emergían con enormes fauces amenazantes. Porque el mar era profundo y quienes tenían la mala suerte de morir allí no aparecían jamás. Le habían dicho a Eloísa que olas gigantes se formaban inmediatamente después de un terremoto y que embestían tierra adentro sin respetar nada. La gente y los animales morían ahogados. Esas imágenes caóticas, -surgidas de relatos aún más caóticos-, nunca vistas por sus lindos ojos claros serían las que ella iba a comprobar llegando a Penco.
     Ese día del caluroso mes de enero de 1956 Eloísa se aferró de la mano de su madre cuando ambas bajaron de la micro en la esquina de Las Heras y Yerbas Buenas. Un grupo de niños y sus familiares aguardábamos su llegada. Luego de los saludos, hicimos turnos para ayudarlas a llevar las bolsas con sus pertenencias a la casa de sus anfitriones en calle Alcázar. La madre de Eloísa explicó allí que una de las grandes expectativas de su hija estando en Penco sería conocer el mar. ¡Por favor, haberlo dicho antes!
   En efecto, bastó con que los niños escucháramos ese íntimo anhelo de Eloísa para que la tomáramos de la mano y la lleváramos corriendo a la orilla de la playa. La niña no alcanzó ni a sentarse para un café en la casa que la había recibido. Nos fuimos trotando por la calle. Eloísa reía nerviosa y esperaba con temor ese encuentro con el mar. Nosotros apuntábamos con el dedo hacia al oeste diciéndole allá está, allá está. Pero, el talud de la línea del tren impedía ver la vastedad de la bahía. Con los otros niños decidimos que la mejor calle para salir a la playa era El Roble. Y por ahí nos fuimos.
     Faltaban unos metros para subir hasta la línea cuando Eloísa se detuvo. La miramos y le dijimos que nos siguiera. Pero, ella no quiso, movió la cabeza y no dijo palabra. Nosotros llegamos a la parte alta del talud y desde ahí tratamos de persuadirla para que avanzara. Así lo hizo, lentamente, paso a paso llegó a unirse con nosotros parados en los durmientes.
     Eloísa levantó la vista y miró temerosa el suave oleaje del mar y sus ojos siguieron la superficie azul hasta chocar con la isla Quiriquina y de ahí más allá. Nosotros la contemplábamos. Y notamos que sus ojos claros se llenaron de lágrimas. A su pequeña memoria llegaban todos los monstruos marinos y piratas sanguinarios que ella oyó de sus mayores en su casa natal. Los niños también quedamos mudos al comprobar la emoción de nuestra amiga visitante. Ya sin prisa ni presiones, la tomamos de la mano y la invitamos a bajar hacia la playa. Ella nos siguió cautelosa. Nos quitamos los zapatos y metimos los pies en el agua. Ella nos miró, en seguida nos imitó. Avanzó con sus pies llenos de arena y chapoteó en la orilla. Con uno de sus dedos de la mano tocó el agua y se lo llevó a la boca, comprobó entonces lo salado que era el mar, tal como le habían contado. Eloísa siguió chapoteando y después con los demás niños hicimos rondas jugando en la arena. Al día siguiente Eloísa regresó a Los Ángeles para contar entre los suyos aquella inmensa experiencia de haber conocido el mar. Seguramente volvió tiempo después a Penco, pero no lo supimos.

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