Debió haber sido interesante esa encrucijada de Roa, a unos 30 kilómetros de Penco subiendo por Villarrica, si consideramos que allí se juntaban cinco caminos polvorientos o barrosos (dependiendo si era invierno o verano) cuando no existían los medios con que contamos hoy. Incluso, antes del ferrocarril, (esto fue a comienzos del siglo XX o anteriormente aún) quien quisiera ir a alguna parte por tierra saliendo de Penco tenía que pasar necesariamente por Roa. Y para hacer ese viaje había sólo dos medios de transporte: la carreta tirada por bueyes y el caballo. La opción más básica era hacer el trayecto a pie.
Imaginemos que salíamos de Penco con destino a Yumbel… Pues
el lugar donde nacía el camino al santuario de San Sebastián (y también a Cabrero) era Roa. Si nuestro
destino era Florida, había que dirigirse a Roa y de ahí tomar el camino en esa
dirección. Ir a Ránquil, Quillón o Peña Blanca (en el cerro Cayumanqui), la
ruta comenzaba en Roa. Si desde ahí se tomaba la ramificación al
norte, entonces nos estábamos dirigiendo a Rafael. Si, por el contrario,
seguíamos la ruta que conducía al sur, pues nuestro destino era el puente cinco en el camino Concepción-Florida. Todo
comenzaba en Roa.
Por este simple motivo, Roa debió ser --decíamos-- muy interesante
entonces. Porque se trataba de algo más que una esquina de cinco caminos.
Ni siquiera exige pensar mucho para visualizar la curiosa reunión de decenas de
carretas y cabalgaduras que se tomaban un descanso allí antes de seguir viaje a
sus destinos específicos, porque un cruce caminero tan singular como aquel no se daba en todas partes. A lo mejor existió alguna posada para comer o para dormir
en Roa. Sin embargo, no había una concentración de casas en ese punto, más residentes había en Primer Agua.
Por esa condición especial de lugar de tránsito, Roa tenía un atractivo: la sorpresa de conocer gente. Imaginamos que las viajeras más jóvenes arreglaban sus trenzas y se empolvaban las mejillas cuando las carretas estaban llegando a Roa. Para ellas, el lugar les ofrecía el encanto de hacerse ver ante galanes de paso, huasos jóvenes, que venían de otros campos. Ésa pudo ser la cara glamorosa y menos conocida de cada pasada por Roa.
Como la conjunción caminera llevaba a los lugares más
distintos y dispares, Carabineros pudo tener una avanzada en Roa. Correspondía,
puesto que había que prestar apoyo a los viajeros. Estos últimos eran personas
que de tarde en tarde venían a Penco a hacer trámites, a ver médico, a comprar
remedios, a los juzgados, al registro civil, o a los otros servicios públicos desplegados en la
ciudad.
Esta gente de los campos que bajaba a Penco se alojaba aquí donde parientes, amigos o conocidos. Los que no tenían donde dejarse caer, pasaban la noche durmiendo en sus
carretas o debajo de ellas. Los bueyes, en tanto, permanecían echados rumiando
el alimento que le prodigaban sus carreteros. Este fue un espectáculo de rutina en calle Cruz donde había un abrevadero. El regreso por Villarrica era, a
veces, una caravana de carretas que volvían con las familias y sus
cargamentos de alimentos no perecibles adquiridos en el comercio local.
Más allá de Primer Agua, venía Agua Amarilla y de ahí Roa,
el punto neurálgico de la conectividad terrestre de Penco con el resto del
mundo. ¿Cómo se sabría ahí cuál era el camino que había que tomar si eran cinco las opciones? ¿Estaría señalizado? ¿Cómo? Pero, no importa, en ese lugar, bien valía la pena un refrigerio, y una interesante
conversación de los viajeros para saber noticias de las familias y los
conocidos, enviar saludos y despedirse, cada cual por su camino. Porque unos venían rumbo a Penco, otros iban de vuelta. ¿Cuántos amores sufrientes por la despedida? ¿Cuántos corazones rebosantes de alegría por el reencuentro en Roa? Hasta el
regreso, cuando nuevamente nos veamos en Roa.
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