sábado, marzo 12, 2016

UN ESPECTADOR PRIVILEGIADO EN LA TRIBUNA DEL ESTADIO DE LA REFINERÍA DE PENCO


Foto de un partido de fútbol en el estadio de la Refinería a fines de los años cincuenta. Nótese que el campo de juego es de tierra y que detrás del arco sur aún no se había construido una nueva galería.
En la puerta del estadio de la Refinería, en la calle Talcahuano al llegar a Las Heras, yo apretaba entre nervioso y alegre al mismo tiempo la pequeña bolsita del cocaví que me habían preparado en casa “porque la tarde es larga”, me dijeron. Eran los días de la primavera de 1957. Allí esperaba ansioso que apareciera mi profesor, quien me había invitado a ver el partido de esa tarde: Fanaloza y Universitario. Y mientras aguardaba, ubicándome exactamente en el lugar donde él me había indicado, yo miraba en todas direcciones. Entre tanto, la gente hacía colas frente a las dos ventanillas que había en la muralla a cada lado de la puerta principal, para adquirir sus tickets. De reojo vi hacia adentro que las aposentadurías estaban colmándose de público por esa fiesta del fútbol que se avecinaba en Penco. La calzada de la calle Talcahuano estaba congestionada de personas esperando el momento de poder ingresar. Incluso había aficionados parados en la línea del ferrocarril refinero que ocupaba toda la franja del frente del estadio. Un par de micros de la base naval permanecían estacionadas en la esquina de Las Heras, habían llegado minutos antes con hinchas del puerto. Otros aficionados se instalaron en la loma del sitio baldío al otro lado de la calle Talcahuano para ver el partido desde esa altura por encima del muro del estadio. Igual cosa pasaba en la calle O’Higgins esquina de Membrillar desde donde también se veía el campo de juego pero algo más lejos. Estos espectadores de fuera de la cancha veían solamente la mitad del terreno deportivo y lo sé porque varias veces miré desde ahí…
El profesor Héctor Espinoza ejercía
también como corresponsal de El Sur.
Hasta que por fin apareció mi profesor, quien con una agradable sonrisa me saludó de mano y me invitó a que nos acercáramos a la puerta para entrar. Cuando llegamos al control, él mostró una credencial e ingresamos. Mi profesor, el señor Héctor Espinoza, se desempeñaba como corresponsal de deportes del diario El Sur en Penco y era el responsable de cubrir para ese medio el partido. Caminamos por detrás de las gradas del lado “Pacífico” y llegamos al acceso de la tribuna. Por primera vez ingresé con toda propiedad a ese sitio exclusivo, privilegio de quienes podían pagar una entrada para estar ahí. De modo que por primera vez también pude ver todo el partido desde la estratégica ubicación de los periodistas bajo la marquesina de la tribuna. Y yo pensaba que todos mis amigos deberían estar sentados allá al frente en la galería asándose bajo el sol.
En el intertanto, veía que mi profesor tomaba notas en su cuaderno, como si fuera un alumno de colegio, apoyado en una superficie especialmente destinada para este fin en el mismo centro de la tribuna. Él miraba el partido y escuchaba a las personas que hablaban en voz alta mientras se desarrollaba el match y también conversaba con ellas. Un encopetado caballero de la Refinería, que estaba cerca, le dijo al señor Espinoza: “Se nota la superioridad del puntero del campeonato, este rival no tiene por dónde…” Esa persona se refería al dominio de Fanaloza, líder de la competencia regional, sobre Naval de Talcahuano. Mi profesor, ahora como reportero, oía el comentario sin apartar su mirada sobre el campo de juego. Miraba su reloj y escribía. Cuando vino el descanso del entre tiempo el profesor me dijo que si yo quería podía salir de la tribuna. En realidad, él me estaba dando la opción de que yo desenvolviera mi bolsa y atacara con dientes y muelas mi sándwich. Así lo hice. Él compró dos bebidas y me extendió una. Ahí “brindamos” en medio del cuchicheo de la gente.
El profesor Héctor Espinoza.
El viernes anterior a ese domingo, mi profesor intuyó que a mi me interesaba ir a ver ese partido de fútbol. Y, por tanto, habló conmigo y me invitó al estadio. Me dio instrucciones precisa para juntarnos y no perdernos en la multitud de gente. Así que feliz yo comuniqué en mi casa eso de la invitación y el domingo con mi mejor traje, peinado a la cachetada y con un delicioso sándwich en una bolsa de papel me junté con mi profesor. El señor Espinoza era una persona de sonrisa fácil, muy comunicativo y entre sus pares gozaba de ser un prestigioso profesor de castellano. Decían que su fortaleza era un acabado conocimiento y dominio sobre los verbos del idioma de Cervantes. Tenían una bella caligrafía y hablaba pausadamente. Las publicaciones deportivas en el diario llevaban su firma. Así que además de excelente maestro tenía el título de corresponsal.
Todo el público volvió a sus puestos, cuando el árbitro dio el pitazo para el reinicio del segundo tiempo. A mí ya se me había acabado mi pan, pero me quedaba bebida. Debía ser muy cuidadoso y no beber más rápido que el profesor. Así que me concentré en el partido el que terminó con un triunfo locero. Los parlantes del estadio comenzaron a difundir marchas militares alusivas a la Guerra del Pacífico, como cada vez que finalizaba un partido, mientras el público ordenadamente salía por la puerta de calle Talcahuano y por una salida para vehículos abierta para hacia calle O’Higgins, frente al edificio de la administración de la Refinería.
Allí en medio del gentío nos despedimos con el profesor, quien me dijo que tenía que irse a su casa a preparar el informe para el diario. Conversó con un fotógrafo que se le acercó, seguramente para hablar de imágenes del partido. Al momento de separarnos me recordó que teníamos que revisar tareas el lunes en la mañana en la escuela.
Esa tarde regresé a casa con unos amigos que encontré a la salida y con quienes conversamos sobre las mejores jugadas: la personalidad de Peyo Chúcaro para contener a los rivales, las voladas de Onofre Pino, el guardavalla locero, los pases bien calculados de Montoya…
Subimos la colina de Las Heras, cruzamos calle Membrillar, y desde lo alto vimos la quietud del mar de Penco, al norte se observaba la suave saliente de Cerro Verde y más allá el talud distante de Punta de Parra. Al frente de la bahía, el horizonte lucía como siempre: recordado por el filo de la isla Quiriquina. Esa noche en casa escucharon mi relato de los pormenores del partido y mi experiencia de espectador empingorotado en la tribuna del estadio de la Refinería, con toda tupé sentado al lado de mi profesor, respetado corresponsal deportivo. 
Con el señor Espinoza continuamos una amistad de profesor-alumno por algún tiempo. Después lo perdí de vista, hasta que al cabo de muchos años recibí sorpresivamente una carta suya en mi trabajo en Santiago. Me decía que estaba jubilado y que vivía en Talcamávida. Respondí esa nota prometiéndole una visita. Hasta que tuve la ocasión de hacerlo; me dirigí a Talcamávida y comencé a averiguar dónde encontrarlo, quienes lo conocieron me informaron de su reciente muerte. No tuve la ocasión de estrechar su mano de nuevo.  

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