jueves, noviembre 01, 2018

UN NOVIEMBRE EN PENCO

El sol se levanta, a nuestras espaldas, sobre los cerros de Primer Agua en Penco...
          Si usted quiere conocer y visitar Penco, le sugiero que 
prefiera noviembre. No es que durante el resto del año no fuera aconsejable, es simplemente porque el penúltimo mes del año es excepcional y desmenuzaremos el porqué de esta afirmación. Incluso la gente local pareciera esforzarse por hacer ese mes más largo, que ojalá no terminara nunca. Y ratifica esa apreciación, el hecho que el día que se inicia noviembre, muchos se levantan antes que el sol asome por encima de los cerros de Primer Agua. Ellos dicen que madrugan para llevar flores frescas al cementerio, en el día de los difuntos. La luz lechosa del alba recién comienza a barrer la oscuridad cuando ya centenares de personas caminan por las callejuelas del panteón con brazadas de rosas, claveles, reinas-luisas, crisantemos para hermosear las tumbas de los que partieron. A primera vista, levantarse más temprano ese día para ir a arreglar las tumbas es verdadero, pero también, una excusa. El propósito añadido sería no perderse ni un minuto de tan bendito mes para Penco.
               ¿Qué pasa en noviembre que lo hace especial? Primero, el estallido verde de las plantas y de los árboles de hojas caducas es avasallador, como si su despertar de la modorra del invierno fuera súbito, sin aviso. Todo se vuelve verde ─en todos sus matices─ desde el cerro hasta la playa. También es el mes de la novena de la Virgen del Carmen, que comienza el 8 y se prolonga por nueve días, concluyendo con la gran procesión por las calles penconas. Si uno va cruzando la plaza o camina por sus alrededores al caer la tarde se oye con claridad el tañer de las antiguas campanas de bronce de la parroquia que siguen sonando igual como hace décadas. Es un sonido evocador, familiar, de nuestro pasado, la tónica auditiva de Penco que llama y llama a la novena. Entonces la gente se acerca a la entrada de la iglesia, a oír el mensaje del cura, a rezar u orar. Allí todavía hay jóvenes que se miran, se saludan, se enamoran. El mes contiene la promesa que el verano se acerca.
               En noviembre se preparan los exámenes. Los alumnos sacan sus promedios, hacen los cálculos que les permitan materializar el sueño de pasar de curso. El tiempo se acelera, se acorta y los plazos se vienen encima. Los estudiantes son parte importante del paisaje humano de Penco.
               Durante este mes irrumpen los primores. Una visita a la feria de calle Robles (El Roble) basta para comprobarlo y sorprenderse. Las mujeres compran las arvejas sin desgranar, las habas en sus capis, las papas nuevas todavía embadurnadas con barro. Asoman los nísperos, aparecen las primeras cerezas y en canastos apoyados en el suelo se ofrecen los digüeñes y sus parientes mayores: las pinatras. Por último, sobre un encatrado lleno de polvo, la gente del campo muestra los tallo de los pangues: las nalcas de piel verde, espinuda y refrescante pulpa color sandía. 
          Los vecinos que tienen huertas, en cambio, se solazan sacando sus propias habas, sus porotillos verdes, sus puerros, plantados por ellos mismos, desmalezan y riegan. Por esta razón las comidas saben más ricas durante estos días. Y qué decir de los aromas: las huertas se inundan de olor a albahacas, algunas calles adquieren el característico tono oloroso de la inflorescencia del manzanillón, el hinojo…
               En Penco, noviembre es una paleta de colores y olores, de caras alegres, de niños corriendo de la mano de sus madres, de trabajadores de rostros viriles y de mujeres con altivez en sus  miradas. Si me dieran a elegir, me quedo con noviembre… Pero, ah, bueno, un verano en Penco es…

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