Alfonso Piñero en el escenario. |
Quienes compartían amistad con él, estaban acostumbrados a que
cuando Alfonso Piñero Miranda participaba en alguna conversación informal, mientras hablaba, practicaba pasos de baile. Era su manera de ser, le gustaba, le nacía. Y él
hablaba a veces con las manos en la cintura, otras con los dedos tensados sobre
su cabeza como si estuviera en una postura de yoga.
Una estrella se ocultaba en su
cuerpo y titilaba en su cabeza. En los años sesenta era un adolescente soñador.
Vivía en la casa familiar signada con el n°651 de calle Freire en Penco, que
hoy en día ya no existe y en la que los Piñero Miranda se instalaron a inicios
de los años cincuenta. Esa casa la consiguió Guillermo Díaz, uno de los
gerentes de Fanaloza, para asignarla al padre de la familia Manuel Piñero (la madre era María
Inés Miranda), quien se vino de Santiago para incorporarse como wing derecho al
club locero de fútbol, provenía de Audax Italiano. Los hijos del jugador,
aunque nacidos en la capital, todos crecieron y se formaron en Penco, entre
ellos, Alfonso.
EL DÍA QUE INGRESÓ A FANALOZA
Alfonso terminó sus estudios
básicos en la escuela n°31 y de allí siguió su formación en el colegio San
Ignacio de Concepción. Sin embargo, antes de terminar la secundaria, optó por cambiarse
a una carrera técnica y se matriculó en Los Salesianos para estudiar sastrería.
Luego de enfrentar dificultades con algún profesor decidió dejar esos estudios
y le planteó a su padre, su deseo de entrar a trabajar en la fábrica Fanaloza.
Piñero papá atendió la solicitud, hizo trámites y logró que Alfonso ingresara.
En la planta de azulejos de la industria trabajaba su hermano Julio.
En calidad de obrero, Alfonso
fue destinado a la sección sanitarios y su labor consistía en guiar un carro
con plataforma para transportar artefactos en proceso de fabricación. Sin
embargo, ese ambiente gris y opaco de la rutina fabril no apagaba sus sueños de
luces, bailes, escenarios y aplausos. Julio recuerda que un día, de su breve paso por la fábrica, Alfonso le preguntó: «¿Dime con franqueza, qué futuro tengo yo
de continuar aquí?». Julio, quien sabía de esa potente vocación artística a
punto de estallar en la personalidad de su hermano, le respondió: «¡Ningún porvenir,
por eso te dije no dejaras de estudiar!» A las pocas semanas, Alfonso se retiró de la fábrica y le dijo a su
padre que se iría a Santiago, donde sus abuelos y que estudiaría taquigrafía.
Otra imagen del bailarín de ballet pencón. |
A LAS PUERTAS DEL TEATRO MUNICIPAL
Cuando llegó a la capital
proveniente de Penco, Alfonso ya tenía 18 años. A los pocos días se decidió a
acercarse al Teatro Municipal. Planteó allí a la persona correspondiente su
deseo de tomar clases de baile clásico. No le pusieron inconvenientes y le
dieron una oportunidad. Hizo progresos tan sorprendentes en el curso que a sólo
tres meses de haber sido aceptado, ya formaba parte del cuerpo de baile del
teatro. Su vida comenzaba a tomar otro rumbo, atrás quedaban Penco y Fanaloza,
ahora daba rienda suelta a esa energía explosiva del baile que él llevaba en su
ADN y que soñaba que lo impulsaría lejos.
Alfonso y un boceto de su cabeza en arcilla. |
Julio recuerda que en Santiago,
una persona llamaba Gastón Baltra, hermano de la ex diputada y ex ministra
Mireya Baltra, lo ayudó a dar el paso siguiente: saltar a los escenarios de
Europa. En 1968, Alfonso voló a Buenos Aires y allí tomó un buque comercial
para viajar a Hamburgo.
LLEGAR A LA CÚSPIDE
En Alemania comenzaría otra historia. Fue aceptado en
el cuerpo de baile del teatro de Hannover donde trabajó codo a codo con las más
destacadas luminarias del ballet mundial. Actuó con ellos en los clásicos «Cascanueces», «El Lago de los Cisnes» y otros. En este ambiente estelar
Alfonso recorrió numerosos países y se presentó con su arte en distintos teatros frente a públicos diversos, exigentes y desconocidos. Él ya estaba en el
pináculo de su carrera.
De vez en cuando viajaba a
Santiago y a Penco. En la ciudad pencona visitaba a amigos y a quienes se
interesaban les hacía breves cursos de baile. Lamentaba, sin embargo, que la
cultura escénica estuviera tan lejos del lugar que lo vio crecer. Julio Piñero
recuerda que en una ocasión, cuando ambos viajaban en tren de Santiago a
Yumbel, para una festividad de San Sebastián, Alfonso le dijo estar feliz
viviendo en Alemania, pero que igualmente él no había solicitado la
nacionalidad. A modo de anécdota le dijo también que en todos los países en donde
actuaba presentaba su pasaporte chileno y cuando le preguntaban su origen
respondía soy chileno y de Penco. En esa misma oportunidad, Julio recuerda que
él en forma premonitoria le dijo: «Si ocurriera que me muero en Europa, yo sé
que tú querrás traer mi cuerpo a Chile. Pero, te lo pido, por favor, no quiero
volver, quiero ser sepultado en Alemania».
EL ADIÓS A LOS 52 AÑOS
Alfonso vivía en Hannover con su pareja, una bailarina de Sudáfrica, de nombre Julie. Un trágico
día de 1988, cuando él se dirigía al teatro y cruzar una calle, fue víctima de un atropello. Las
lesiones que le provocó el accidente fueron numerosas e invalidantes. Luego de
tres meses murió como consecuencia de ese episodio. Tal como fue su deseo, sus
restos fueron sepultados en el cementerio de la ciudad donde residía. En su funeral participaron
unas 30 personas entre amigos, músicos y bailarines. Detrás de la urna caminaba
su madre María Inés Miranda, quien pudo viajar desde Chile para estar presente
en los últimos momentos de Alfonso y asistir a dar el adiós a su hijo, quien tenía 52 años.
Alfonso Piñero en uno de sus viajes a Chile. |
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