jueves, octubre 25, 2018

ALFONSO PIÑERO, EL BAILARÍN DE BALLET DE PENCO QUE LUCIÓ EN EUROPA

Alfonso Piñero en  el escenario.

                            Quienes compartían amistad con él, estaban acostumbrados a que cuando Alfonso Piñero Miranda participaba en alguna conversación informal, mientras hablaba, practicaba pasos de baile. Era su manera de ser, le gustaba, le nacía. Y él hablaba a veces con las manos en la cintura, otras con los dedos tensados sobre su cabeza como si estuviera en una postura de yoga.
          Una estrella se ocultaba en su cuerpo y titilaba en su cabeza. En los años sesenta era un adolescente soñador. Vivía en la casa familiar signada con el n°651 de calle Freire en Penco, que hoy en día ya no existe y en la que los Piñero Miranda se instalaron a inicios de los años cincuenta. Esa casa la consiguió Guillermo Díaz, uno de los gerentes de Fanaloza, para asignarla al padre de la familia Manuel Piñero (la madre era María Inés Miranda), quien se vino de Santiago para incorporarse como wing derecho al club locero de fútbol, provenía de Audax Italiano. Los hijos del jugador, aunque nacidos en la capital, todos crecieron y se formaron en Penco, entre ellos, Alfonso.

EL DÍA QUE INGRESÓ A FANALOZA
               Alfonso terminó sus estudios básicos en la escuela n°31 y de allí siguió su formación en el colegio San Ignacio de Concepción. Sin embargo, antes de terminar la secundaria, optó por cambiarse a una carrera técnica y se matriculó en Los Salesianos para estudiar sastrería. Luego de enfrentar dificultades con algún profesor decidió dejar esos estudios y le planteó a su padre, su deseo de entrar a trabajar en la fábrica Fanaloza. Piñero papá atendió la solicitud, hizo trámites y logró que Alfonso ingresara. En la planta de azulejos de la industria trabajaba su hermano Julio.
Otra imagen del bailarín de ballet pencón.
       En calidad de obrero, Alfonso fue destinado a la sección sanitarios y su labor consistía en guiar un carro con plataforma para transportar artefactos en proceso de fabricación. Sin embargo, ese ambiente gris y opaco de la rutina fabril no apagaba sus sueños de luces, bailes, escenarios y aplausos. Julio recuerda que un día, de su breve paso por la fábrica, Alfonso le preguntó: «¿Dime con franqueza, qué futuro tengo yo de continuar aquí?». Julio, quien sabía de esa potente vocación artística a punto de estallar en la personalidad de su hermano, le respondió: «¡Ningún porvenir, por eso te dije no dejaras de estudiar!» A las pocas semanas, Alfonso se retiró de la fábrica y le dijo a su padre que se iría a Santiago, donde sus abuelos y que estudiaría taquigrafía.

A LAS PUERTAS DEL TEATRO MUNICIPAL
               Cuando llegó a la capital proveniente de Penco, Alfonso ya tenía 18 años. A los pocos días se decidió a acercarse al Teatro Municipal. Planteó allí a la persona correspondiente su deseo de tomar clases de baile clásico. No le pusieron inconvenientes y le dieron una oportunidad. Hizo progresos tan sorprendentes en el curso que a sólo tres meses de haber sido aceptado, ya formaba parte del cuerpo de baile del teatro. Su vida comenzaba a tomar otro rumbo, atrás quedaban Penco y Fanaloza, ahora daba rienda suelta a esa energía explosiva del baile que él llevaba en su ADN y que soñaba que lo impulsaría lejos.
Alfonso y un boceto de su cabeza en arcilla.
               Julio recuerda que en Santiago, una persona llamaba Gastón Baltra, hermano de la ex diputada y ex ministra Mireya Baltra, lo ayudó a dar el paso siguiente: saltar a los escenarios de Europa. En 1968, Alfonso voló a Buenos Aires y allí tomó un buque comercial para viajar a Hamburgo.

LLEGAR A LA CÚSPIDE
       En Alemania comenzaría otra historia. Fue aceptado en el cuerpo de baile del teatro de Hannover donde trabajó codo a codo con las más destacadas luminarias del ballet mundial. Actuó con ellos en los clásicos «Cascanueces», «El Lago de los Cisnes» y otros. En este ambiente estelar Alfonso recorrió numerosos países y se presentó con su arte en distintos teatros frente a públicos diversos, exigentes y desconocidos. Él ya estaba en el pináculo de su carrera.
               De vez en cuando viajaba a Santiago y a Penco. En la ciudad pencona visitaba a amigos y a quienes se interesaban les hacía breves cursos de baile. Lamentaba, sin embargo, que la cultura escénica estuviera tan lejos del lugar que lo vio crecer. Julio Piñero recuerda que en una ocasión, cuando ambos viajaban en tren de Santiago a Yumbel, para una festividad de San Sebastián, Alfonso le dijo estar feliz viviendo en Alemania, pero que igualmente él no había solicitado la nacionalidad. A modo de anécdota le dijo también que en todos los países en donde actuaba presentaba su pasaporte chileno y cuando le preguntaban su origen respondía soy chileno y de Penco. En esa misma oportunidad, Julio recuerda que él en forma premonitoria le dijo: «Si ocurriera que me muero en Europa, yo sé que tú querrás traer mi cuerpo a Chile. Pero, te lo pido, por favor, no quiero volver, quiero ser sepultado en Alemania».
EL ADIÓS A LOS 52 AÑOS
               Alfonso vivía en Hannover con su pareja, una bailarina de Sudáfrica, de nombre Julie. Un trágico día de 1988, cuando él se dirigía al teatro y cruzar una calle, fue víctima de un atropello. Las lesiones que le provocó el accidente fueron numerosas e invalidantes. Luego de tres meses murió como consecuencia de ese episodio. Tal como fue su deseo, sus restos fueron sepultados en el cementerio de la ciudad donde residía. En su funeral participaron unas 30 personas entre amigos, músicos y bailarines. Detrás de la urna caminaba su madre María Inés Miranda, quien pudo viajar desde Chile para estar presente en los últimos momentos de Alfonso y asistir a dar el adiós a su hijo, quien tenía 52 años.
Alfonso Piñero en uno de sus viajes a Chile.

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