Toda esa hilera de casas que hay en el barrio Villarrica frente a la escala de calle Alcázar se abastecía de agua potable en la fuente natural que había en una estrecha vega al final de la pendiente de sus patios traseros. Para llegar a ella, había un sendero inclinado que bajaba entre las tupidas zarzamoras y los maquis. Luego de unos 100 metros por esa huella descendente al lado izquierdo estaba la fuente, que los vecinos llamaban La Cola. El agua emposada en esa fuente, arreglada por los usuarios de Villarrica, para acopiar y que nunca faltara, era una vertiente natural o una filtración de la laguna Lo Marjú, que estaba unos 200 metros más arriba. O tal vez las dos cosas. El agua que rebalsaba en ese lugar seguía curso por una acequia a lo largo de la vega y desembocaba a un canal que se iniciaba en calle Cruz y que dos cuadras más allá descargaba al estero Penco.
“No era un agradable trabajo de hijas de reyes como dice esa novela”, me contó un amigo, ex vecino de Villarrica y que vivió el sacrificio de bajar con baldes con mucha frecuencia a esa fuente para abastecerse y regresar cargado a su domicilio. “Los dedos nos llegaban semi rebanados cuando terminábamos de subir la cuesta”, recuerda. La pendiente era (o es) bien inclinada, de modo que en invierno se corría el riesgo de resbalar en el barro o caer y rodar si las personas con los baldes llenos no hacían pie. Los niños de entonces eran los encargados de acarrear agua para uso doméstico desde ese lugar. Ellos sufrían este tipo de incidentes. Algunos llevaban más de 2 baldes, agregaban un par de tarros con aros de alambre. El regreso era más lento en ese caso, porque el acarreador iba haciendo postas. Subía algunos metros con una carga y volvía a buscar los otros tiestos y así hasta que llegaba a la casa.
La fuente La Cola era un lugar sombrío la mayor parte del año. La cubrían unos frondosos árboles nativos y el cerro que estaba al lado del poniente, por donde subía el sendero, era escarpado y desde temprano en las tardes proyectaba su sombra hacia la vega. Las idas a esa fuente para conseguir agua ya son cosa de la historia, a partir del momento en que llegó el agua potable y el alcantarillado
O sea, amigos, el romanticismo en la literatura nos pintó un cuadro color rosa, de alegrías y penas. Pero, distorsionó un poco el acto de ir a recoger agua de las fuentes, porque, en realidad esa actividad no fue placentera sino, más bien, estuvo marcada por las incomodidades y las manos llenas de durezas.
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₁ “Las Penas del Joven Werther” de J.W. von Goethe, 1774
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