jueves, febrero 25, 2021

EN LA MEMORIA TAMBIÉN SE PUEDE COLGAR UNA PINTURA

        El paso de los años no logra borrar de mi cabeza esa linda pintura original que colgaba de uno de los muros de mi casa y que nunca supe donde, algún día, fue a parar. La miro cada vez allí en mi memoria, igual como lo hacia cuando era niño frente a ella. Me quedaba largo rato prendido y pensando en la belleza de ese paisaje, pintado quizá por quién. Antes de describirlo, diré que sus dimensiones debieron ser de 30 x 22 cm. y que la técnica era óleo sobre cartón. Tenía un marco delgado de madera lacada en negro y lo protegía un vidrio común. El trabajo de enmarcado no aplicó pastartú, que se hubiera explicado en la idea de agrandarlo. Así estaba allí colgado.

        Ahora narro lo que hizo ese artista anónimo con sus pinceles sobre esa modesta superficie de cartón. Nada rebuscado, ni alambicado, ni pretencioso. Simplemente un paisaje básico, que al mirarlo durante un rato transportaba mi espíritu muy lejos, a ese lugar onírico expuesto en la pintura. Contenía tres planos: bien al fondo el cielo, más cerca una cadena de cerros y casi al alcance de la mano, el boceto de unos árboles inclinados sobre un río. La soledad del entorno me conmovía, pero por sobre todo me conmovían los colores. El cielo era celeste sólo bien arriba, porque después iba degradando su tonalidad a un rosado y después a un vainilla cuando tocaba el lomo de los cerros. Me comunicaba la idea de una alborada, ese aspecto que adopta el cielo después que se fue la noche y que en unos minutos más asomará el sol.  Más abajo estaban los cerros, que eran definitivamente azules, de un azul marino. El movimiento del pincel seguía el curso de los lomajes suaves en los que no se advertían detalles. El pintor los había dibujado directamente con su pincel. Ese mismo movimiento transversal separaba y mezclaba al mismo tiempo las diversas tonalidades del cielo. El punto más claro, por donde asomaría el sol, estaba desplazado un poco a la derecha.

        El río tenía también su protagonismo. Aparecía desde detrás de unos árboles en la distancia y se ensanchaba hasta perderse en el primer plano entre un suave bosque. La superficie del agua presentaba un color té con leche, no porque arrastrara barro. Eso no podría haber sido porque avanzaba sin prisa. En realidad, el tono del agua, correspondía al reflejo del cielo, que rebotaba a 45 grados y que llegaba a los ojos del espectador como proveniente de un espejo. El pintor quiso exáctamente provocar eso, el engaño. Al primer golpe de vista parecía un cauce lechoso, que el espectador al darle una segunda mirada comprendía que sus aguas eran cristalinas y que la tonalidad se originaba en la belleza rebotada del cielo matinal. Los árboles del primer plano estaban bocetados y en un marcado verde botella. Por allí se escurría el río que terminaba desvaneciéndose detrás del follaje.

    En una oportunidad le comenté esto a un pintor de academia y le hice el mismo relato de esto que he contado. Se tomó el mentón y con aire de conocedor me dijo: "eso es un estudio, un proyecto de una pintura, el fondo de algo más ambicioso. Lo que ocurre es que a veces el pintor descubre, se da cuenta, que ya no hay que agregar nada más y respetuoso de su obra la deja hasta ahí. La belleza completa aparece a los ojos y no hay nada más que hacer. Y prueba de su logro artístico es lo que me has contado. El arte induce a la meditación a descubrir mundos nuevos, inexistentes. Eso fue lo que te ocurrió". 

         Tales eran los detalles de la pintura que comento, que está guardada en mi memoria. ¿Podría la sola descripción representar a la imagen y sustituirla? Imposible. Si tuviera el talento de manejar un pincel cometería la audacia de intentar reproducirlo, sin olvidar el volumen del óleo en los trazos más marcados y la pátina brillosa que adquirió después del secado. Pero, no. Se quedará ahí en el recuerdo y en los recuerdos de los recuerdos, en los sueños de haber podido estar ahí en el momento preciso que inspiró al anónimo pintor, seguramente de Penco.

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