Pero, había dos peros con esto de los virajes: los ojales y los bolsillos quedaban al otro lado. Sin embargo, los sastres ya fueran don Silvano Bustos o don Hugo Barrientos sabían como disimular el inconveniente. Las modistas, en cambio optaban por zurcir. El segundo pero era una efecto casi imperceptible en la ropa virada, algo más relacionado con la interpretación: parecía un traje de utilería, un disfraz. Así quien lo llevara, usuario o usuaria, adoptaba –sin proponérselo– el aspecto de un personaje de novela o de una ópera, minutos antes que se levantara el telón.
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EN LA EX POBLACIÓN ALCÁZAR –nunca entendí por qué la llamaron de emergencia si de emergencia no tenía nada– y que ya no existe, las maderas nativas de su acabado interior adquirieron un natural color cereza-oscuro generando ambientes penumbrosos. Por la fuerza de la costumbre a nadie le incomodaba eso. Salvo a un vecino que vivía un par de casas más allá. A él se le ocurrió romper la rutina. Acompañado de dos de sus hijos fue al cerro, Villarrica arriba, y regresó horas después con un saco de tierra. Los niños traían la tierra en baldecitos de playa. El material obtenido de alguna quebrada presentaba un color cercano al naranja. El vecino lo echó en un tiesto de lata, le agregó agua, lo revolvió e hizo un barro. Le puso más agua y el barro se aclaró para convertirse en un líquido espeso y amarillento. ¡Lista la pintura! Con una brocha y el aporte de los niños comenzó a pintar el interior de la casa. El principio el agua no adhería a las maderas, había que esperar hasta que absorbiera de a poco la humedad. Eso no lo preocupó, al final, después de un arduo trabajo de pintado, las maderas oscuras se iluminaron y sumaron necesaria claridad al interior, antes penumbroso.
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COMER UN PAVO ASADO era una rareza en Penco, una exquisitez de un día al año, quizá dos. En la casa de mi amigo Manuel Suárez llegó uno de esos días. Fue el turno del enorme pavo cebado en el gallinero. La sorpresa fue que después de adobado, no cabía en el horno. Para resolver el imprevisto, la señora Inés pidió el concurso del señor Jofré dueño de la panadería para asar el pavo en sus instalaciones. Así se hizo. Tres horas después, la Florita fue a la panificadora a buscar el azafate. Cuando regresó estaba indignada, por lo seco del asado. Y su molestia se fundaba en su conocimiento y en una razonable sospecha. Ella sabía que el pavo debía haber generado una buena cantidad de jugo. Y sospechaba –más bien de eso la Florita estaba segura– que el maestro panadero y su ayudante se pasaron un rato muy agradable sopeando a gusto con pan francés todo el caldo de aquel pavo.
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