Hubo un tiempo muy remoto en que los conductores de vehículos respetaban la norma de evitar los escapes libres de los motores. Once upon a time, como en los cuentos de niños. Entonces ser sorprendido conduciendo sin silenciador significaba recibir multas y debieron ser saladas porque las temían. Hoy aquello resulta ser un relato nostálgico del siglo pasado.
A mediados de los sesenta el estudiante de ingeniería Marcelo Ramírez arregló su auto Volvo, le acopló un mecanismo en el tubo de escape para abrirlo y cerrarlo. Cuando estaba en lugares urbanos circulaba con su silenciador, en los caminos rurales destapaba el tubo para gozar el rugido de cada acelerada. Incorrecto, pero observaba al menos una parte de la norma: silencioso en las ciudades y cerca de fiscalizaciones camineras. Al menos eso era lo que Ramírez contaba, nunca mostró la llave para abrir y cerrar el escape.
Vengamos al presente. Nuestras calles y caminos, por momentos, son el campo de competencia de quién hace más ruido con sus autos y motos. Parece que la llave que inventó Ramírez se les hubiera quedado abierta a muchos. La actitud incivilizada brinda una rara satisfacción a esos conductores, de rebeldía, de audacia, de desprecio. ¿Será que la norma de los silenciadores fue derogada o es letra muerta? No, les da lo mismo.
Para finalizar, pensadores modernos tipifican este ruido causado a voluntad como basura de la misma sub categoría de los desechos sólidos o líquidos. Sin embargo, estos últimos no son voluntarios, sino el resultado inevitable de la vida humana. Y hay que agregar al ruido voluntario no sólo los escapes, también es de los parlantes de los vehículos en volumen máximo o de vendedores callejeros que usan bocinas chillonas para ofrecer sus productos. Frente al desorden que genera la basura audible presente en nuestras calles y en nuestros oídos, los pensadores apuntan a la responsabilidad política de haberse entregado a la prepotencia de los incivilizados.
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