Han pasado tantos años y cómo olvidar la ferretería El Ancla. La atendía don David, con su cotona beige salpicada de pequeñas manchas de lubricante y de pinturas de colores de todo el espectro visible. En el pequeño bolsillo exterior de su guardapolvo de trabajo, dos o tres lápices de pasta. Con maestría sostenía en sus labios un cigarrillo encendido sin tocarlo porque sus manos las tenía ocupadas la mayor parte del tiempo. Hablaba con el pucho cuya ceniza parecía siempre a punto de caer. Con parsimonia y esa voz suya de registro bajo operático pronunciaba lo que tenía que decir arrastrando las eses finales de cada palabra. Don David Quierolo –el dueño del Ancla– sumaba y restaba a la velocidad luz sobre la primera hoja de la resma de papel para envolver sobre el mostrador. Su hablar consistía en una gramática de números y unidades de pesas y medidas: pulgadas, litros, kilos, gramos, metros, centímetros, diámetros, ángulos y grados. Sin embargo, en su labor de ferretero no estaba solo tenía un secretario, a quien llamaban el Moroco, un hombre joven, bajo, ancho de espaldas, pelo crespo y frente amplia que vivía a media cuadra del negocio por Las Heras. El Moroco, actuaba como el propio de la ferretería, hacía la pega pesada, bajaba la mercadería de la camioneta, movía las barricas de productos en la sala de ventas para no estorbar a la clientela y cuando todo estaba en orden, se dedicaba a limpiar y a barrer.
Don David ocupaba todos los espacios posibles de su negocio para exponer los productos y al mismo tiempo tenerlos a la mano. Incluso usaba las murallas exteriores del negocio para mostrar. Mangueras negras de sección ancha para riego tendido estaban allí expuestas en la calle, carretillas de rueda única de acero para acarreo de materiales lucían recién pintadas y con una cadena permanecían amarradas al interior, por seguridad.
El Ancla en la esquina de Las Heras con El Roble recibía a los clientes con una atmósfera de olores entre alquitrán, diluyentes, cemento, lubricantes, grasa para ejes de carretas... En el muro detrás del mostrador estaban las cajas con los productos cuyas ubicaciones el dueño se las sabía a ojos cerrados. Como decía nuestro poeta Pablo Neruda allí estaban «los clavos esenciales, los tornillos atormentados, los innecesarios aldabones, los invencibles picaportes». Por las paredes laterales se exponían herramientas para trabajos básicos: azadones, palas, martillos, combos, hachas grandes y chicas, rollos de alambres galvanizados y de púas. Las herramientas menores como atornilladores, lernas, alicates, formones se mostraban en unas vitrinas. Una ferretería bien surtida era El Ancla, la más completa de Penco, orientada mayormente al consumidor campesino y a la construcción.
Desde su asiento detrás del mostrador, don David tenía una vista gran angular sobre todo lo que ocurría en la tienda y fuera de ella. Una ventana a cada lado de la puerta principal le daban una visión periférica y más allá. Sí porque la mercadería que por su tamaño no salía por la tienda, salía por una puerta especial que quedaba por calle El Roble. Así desde su asiento el dueño sabía que se estaba cargando una camioneta con sacos de cemento o que a una carreta de bueyes debían subir un tambor de lubricantes. En esa área exterior cumplía la función de cargar y supervisar el Moroco.
La gente de los campos cada vez que venía al pueblo pasaba por El Ancla a comprar pólvora y fulminantes para sus escopetas cazadoras. Don David tenía ambos productos en grandes tiestos de vidrio en el mostrador, muy cerca de sus codos. Pesaba la pólvora, que se vendía en dos categorías con humo y sin humo, según la cantidad solicitada. Usaba una poruña fina de metal lustroso para precisar el peso en la balanza. Los fulminantes los vendía por unidad, una docena, dos docenas y así. Con esa voz ronca y profunda, a pesar de ser él un hombre delgado, preguntaba al cliente si necesitaba algo más. En ese momento y por primera vez el comprador podía ver sus ojos claros. Para el resto del pedido don David sólo escuchaba, sus ojos estaban en otra, en tener una visión del conjunto, como hemos dicho.
Don David Queirolo llegó a Penco procedente de su Italia natal. «Me vine a la aventura, como un aventurero joven a buscar mi lugar en el mundo» le dijo en una oportunidad a Julio Méndez Jorge Queirolo, su hijo, quien heredó la ferretería y quien le oyó a su padre alguna vez ese comentario . Quizá zarpó del puerto de Génova, porque según lo que insinuó él era del norte de Italia. Después de la muerte del padre, Jorge continuó manejando el negocio, pero la actividad terminó con el terremoto de 2010. El edificio donde funcionó El Ancla quedó en pie, pero con daños que hicieron inviable cualquiera reparación y por consiguiente la continuación de la actividad ferretera. Igualmente Jorge desistió falleciendo años después. Sobreviven a don David Queirolo dos hijas quienes mantienen la propiedad donde se levantaban la antigua casa familiar y el recordado negocio.
Ya que en este relato hemos citado fragmentos de Neruda, he aquí otros otros versos alusivos:«Tienen corazón de ballena las ferreterías del puerto... ». «anclas de peso planetario... y arpones que tragó nadando al este del Golfo de Penas».
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