Primer equipo de Fanaloza en los cincuenta. |
El fútbol oficial en Penco, es decir aquel correspondiente a
la “primera división” del torneo regional del balompié, era reverenciado por
adultos y niños quienes asistían masivamente al estadio de la refinería cada
día domingo. Siempre había un protagonista que hacía de local en ese recinto ya
fuera Coquimbo, Fanaloza o los de Lirquén Vipla y Minerales. Por ese motivo,
cada vez las aposentarías estaban colmadas de fanáticos. Y no sólo las galerías
de tablones, sino también las dos elevaciones junto a la cancha: el sitio
baldío de entonces (hoy escuela Italia) donde la altura permitía ver por encima
del muro del recinto y la esquina de Membrillar con O’Higgins. En esos lugares
privilegiados se apostaba mucha gente a ver lo que se podía ver.
Dentro del recinto, esto es relevante, no había ni rejas ni vallas metálicas entre la cancha y las
aposentadurías. Existía sólo una baranda de
madera que separaba más bien simbólicamente el pasillo que permitía al público
circular o buscar ubicación y las líneas laterales del campo de juego marcadas
con cal. Es decir, cualquier fanático podría haber entrado a la cancha, porque
ni siquiera había resguardo de carabineros. Pero, los hinchas de entonces eran
respetuosos, reverenciaban esas normas no escritas de buen comportamiento.
Sólo la conducta que se observa hoy en los estadios europeos era comparable al
modo de comportarse de los pencones.
Fútbol en la cancha el Fortín de la Refinería. |
Dependiendo de la importancia del partido, algunas veces una hora antes del encuentro, en medio de la cancha actuaba el orfeón de la
refinería ejecutando hermosas marchas militares herencia de la Segunda Guerra
Mundial. Esta banda la integraban trabajadores refineros y vecinos que tocaban
mayormente instrumentos de vientos como trompetas, clarines, clarinetes,
requintos, bajos y oboes. Y para el ritmo: tambores, bombos y platillos. Vestían uniforme azul
oscuro, camisa blanca, corbata azul y una gorra del color del traje. Sus
interpretaciones eran de un excelente nivel, pues seguían rigurosamente
partituras y arreglos bajo la conducción autorizada de la batuta de un
director.
Pero, ésos eran los flecos. Veamos qué pasaba en los
entretiempos. Decíamos que los padres llevaban sus hijos al estadio, quienes
miraban los partidos quietitos en sus asientos. Alguien diría que ahí estaban
“que cortaban las huinchas”. Por eso, cuando el árbitro daba por terminada la
primera parte y los jugadores volvían al camarín, estallaba otra fiesta en el
estadio de la refinería: decenas, si no cientos de niños saltaban de sus
asientos y entraban masivamente y corriendo a la cancha. Nadie sabía de dónde
salían pelotas y se armaban las pichangas de todos contra todos. Como los
“jugadores” eran tantos, se levantaba gran polvareda. Los niños perseguían las
pelotas, se daban patadas, salían corriendo, cometían fouls, chuteaban al arco.
Era un caos pero también una gran diversión que se podía presenciar desde las
tribunas. La gente gritaba a los niños “jugadores”, los aplaudía, los llamaba
por sus nombres en la multitud. Tal era el espectáculo, valor agregado, que se
producía en el entretiempo. La fiesta terminaba y todos volvían a las tribunas
a sentarse junto a sus padres cuando la triada de árbitros regresaba al campo
de juego para reiniciar las acciones.
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