Eran los años de los oficios, de los emprendimientos
básicos. Cuando alguien no tenía empleo en una de las industrias grandes de
Penco, no le quedaba otra que batírselas solo o sola. Por eso, prosperaron los
sastres, sobrevivieron los zapateros, los técnicos reparadores de radios, los
relojeros, los peluqueros, las costureras. Y a un nivel todavía más elemental:
las lavanderas que iban de casa en casa a restregar la mugre de ropa ajena en
opacos jaboncillos en artesas de madera. Pero, quiero detenerme en el análisis
del oficio del zapatero remendón en Penco.
José Astudillo, deportista y zapatero pencón. |
Había varios y muy conocidos: don Miguel (o el hermano
Miguel porque era evangélico) tenía su taller en la calle Penco al llegar a O’Higgins.
José Astudillo, un atleta semi profesional, fondista, que corría por Fanaloza, tenía su reparadora
en Las Heras, pasado Maipú. Favorecía el desempeño de estos microempresarios la
carestía de los zapatos. La gente los usaba hasta que ya no daban más. Los
materiales con que estaban confeccionados eran naturales: cuero, suela, goma de
neumáticos, hilo de cáñamo, cera, tachuelas, cola caliente para pegar. Y las
herramientas que usaban eran: un cuchillo muy afilado para cortar, lernas para
perforar y hacer los orificios para coser con las hebras de cáñamo, martillo y
un yunque de acero o «pata».
Cuando los zapatos se rompían en la plantilla por el intenso uso, había dos opciones: pedir el recambio de toda la base o «suela corrida» o el cambio de una parte de ella, se llamaba «media suela». Como en todo oficio que se preciara, en los talleres trabajaban el jefe o el maestro y dos o tres segundones o aprendices. Estos negocios estaban llenos de gente esperando su turno para conseguir atención.
Es cierto que a los zapatos se les sacaba el máximo de provecho, pero mandarlos a reparar tenía un costo silencioso: cuando el cliente pedía suela corrida el material más barato era la planta de goma (de neumático de automóvil o de camión). Dependiendo de los materiales, el remendón reemplazaba la suela rota por un trozo de goma, ya fuera de los laterales o de la banda de rodado del neumático. Si era de los laterales, el riesgo era la curvatura de la goma, por tanto los zapatos se enchuecaban. Por otro lado, si el zapatero usaba la banda de rodado el usuario quedaba con la huella del neumático expuesta en la base de su calzado. La estética no era problema. Para reforzar la seguridad de su trabajo, el remendón recorría todo el borde con tachuelas, así como las tapillas. Al par de días de uso, las puntas de los clavos asomaban por dentro y causaban heridas en los pies. Como la goma del neumático contiene tejidos o mallas, las hebras blancas quedaban a la vista a lo largo de toda la orilla del zapato. Esto no se subsanaba, ni con tinta ni con betún negro.
Cuando los zapatos se rompían en la plantilla por el intenso uso, había dos opciones: pedir el recambio de toda la base o «suela corrida» o el cambio de una parte de ella, se llamaba «media suela». Como en todo oficio que se preciara, en los talleres trabajaban el jefe o el maestro y dos o tres segundones o aprendices. Estos negocios estaban llenos de gente esperando su turno para conseguir atención.
Es cierto que a los zapatos se les sacaba el máximo de provecho, pero mandarlos a reparar tenía un costo silencioso: cuando el cliente pedía suela corrida el material más barato era la planta de goma (de neumático de automóvil o de camión). Dependiendo de los materiales, el remendón reemplazaba la suela rota por un trozo de goma, ya fuera de los laterales o de la banda de rodado del neumático. Si era de los laterales, el riesgo era la curvatura de la goma, por tanto los zapatos se enchuecaban. Por otro lado, si el zapatero usaba la banda de rodado el usuario quedaba con la huella del neumático expuesta en la base de su calzado. La estética no era problema. Para reforzar la seguridad de su trabajo, el remendón recorría todo el borde con tachuelas, así como las tapillas. Al par de días de uso, las puntas de los clavos asomaban por dentro y causaban heridas en los pies. Como la goma del neumático contiene tejidos o mallas, las hebras blancas quedaban a la vista a lo largo de toda la orilla del zapato. Esto no se subsanaba, ni con tinta ni con betún negro.
Pero, había un calzado más elemental que no llegaba al mesón
del zapatero, era la ojota. Las ojotas o chalas las fabricaba el propio usuario
recortando un trozo de neumático. Dos cintas del mismo material y una talonera
fijadas con alambre de fardo a la planta permitían caminar con comodidad y
seguridad. Para un Dieciocho de Septiembre vi la plaza de Penco a dos señores
que presenciaban el desfile. Yo no los conocía, seguramente venían de los
campos. Iban bien cacharpeados con terno y corbata. Sólo que inmutables y con
toda normalidad calzaban ojotas. Este hecho, no dejó de sorprenderme.
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