En Penco no se conocía el dinero de plástico ni menos las
tarjetas de crédito tampoco las de débito, pero no por esa carencia la economía se
detenía. Eso ocurría en los años de la década de 1950. Como la gente no tenía plata todo el tiempo y había que vender, el comercio
local ideó una fórmula para hacer salir sus mercancías. Varios negocios
inventaron la venta con libreta, la que operaba más o menos de la siguiente
manera:
El tendero tenía un libro en el que destinaba varias hojas a
un determinado cliente. Allí anotaba el detalle de cada producto solicitado por la persona, con el peso y
el valor. Y dejaba constancia de los mismos datos de la compra en una libreta
pequeña que estaba en poder del comprador. Entonces la información quedaba
registrada en el libro y en la libreta. El tendero tenía que guardar su libro
como hueso santo y el cliente aferrarse a su libreta para no extraviarla, allí
estaba toda la información válida para el momento en que había que pagar la
deuda.
Los pagos se
efectuaban cada quincena o a fin de mes. Se cancelaba toda la deuda. Y a partir
de ese momento el crédito quedaba abierto nuevamente.
Esta modalidad de las libretas se concedía solamente a las
personas que podían solventar las compras cada mes. Y los únicos que tenían la
seguridad de recibir dinero a tiempo (su sueldo) eran los trabajadores de las industrias
locales. De ellos se sabía que no habría morosos. En otro post señalábamos que
un carnicero publicaba una lista de aquellos clientes flojos para pagar. La
lista estaba a la vista del público en la ventana del local hasta que aquel se
acercara a cancelar. Cumplido el compromiso se retiraba el nombre de la lista y se le ponía un timbre a la libreta: pagado.
Las bodegas de vino también concedían crédito para el “medio pato” (medio litro de vino pipeño) para aquellos parroquianos que no tenían efectivo en algún momento, pero sí la necesidad de remojar la garganta. Los bodegueros anotaban la deuda en su libro, salvo que en este caso al cliente no se le pasaba ninguna libreta. Bastaba la buena fe del expendedor.
Fue así como nació una expresión típica en Penco “tomar al
rayeo”. Esto era que hecha la compra sin cash, el deudor firmaba en el libro donde quedaba registrada la deuda. Muchas veces la tal firma era
una “mosca” o, si usted quiere, una raya. De allí el concepto popular: el
rayeo. Pero, incluso los clientes más borrachines debían demostrar algún
ingreso estable para acceder al rayeo en alguna bodega pencona y poder apagar
la sed a cualquiera hora del día y sin chinchín.
1 comentario:
Bajo la lluvia, relámpagos y truenos en Atacama, leo esta crónica de la compra al "rayeo" y me conduce a ese pasado que viví en persona. En realidad era un acto de fe, de complicidad entre vendedor y comprador; específicamente en el almacén de Atilio Zunino. Incluso hasta los niños podían ir a comprar sólo portando la libreta.
Atte.
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