Imagen referencial. |
Rondaba en algunas casas de Penco la idea que los niños de
la familia tuvieran alguna gracia. Esto era que destacaran en algo fuera de lo
habitual. Porque los chiquillos de entonces no podían ser fomes y en ocasiones
especiales y en lo posible debían sacar a flote su gracia y sorprender a las
visitas. ¡Eso era tener alguna gracia!
O sea, exhibir las mejores notas, los cuadernos muy bien presentados,
los zapatos relucientes, la camisa blanca limpia y almidonada era un asunto muy importante. Por ahí empezaba la cosa. Pero, debía seguir con algo más, por
ejemplo saber ejecutar algún instrumento para que dado el caso de una reunión
social, mostrar esa virtud como una sorpresa…
Pocos, sin embargo, le hacían caso a esta ilusión de
sus padres y el concepto de la gracia se convertía en competencia: quién era el
mejor para el trompo; quién el mejor para la pelota, para correr, para
encumbrar volantines, para cargar leña seca y traerla desde el cerro. Y en este
campo siempre había alguien mejor que los demás. Así los niños creían que era
tener una gracia. Pero, también sabían que en el fondo no satisfacía la idea paterna
de descubrir, quién sabe, la existencia de un genio en la familia.
A mí me sacaban adelante a cantar, o sea me tenía que saber
de memoria alguna canción de esos años, tal vez una tonada. Y después del canto,
a recitar se ha dicho. Había que saberse una poesía y gesticular con las manos
muchas veces siguiendo coordinadamente el compás de los versos. Después venían los aplausos, los cumplidos y
el té. Eso era lo más próximo a tener una gracia que yo podía demostrar.
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