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La gente se las ingeniaba para ganarse
unos pesos extras en Penco. Desarrollaba habilidades que les dieran resultados
concretos. La abuela Evangelina, por ejemplo, junto con atender todos los
menesteres domésticos aprendió y se hizo una experta en tejer a bolillos.
Después de almuerzo ella se sentaba en un piso frente a su telar, un pequeño
cajón con sostenía una almohadilla y comenzaba a jugar con sus manos y sus
dedos entrecruzando artísticamente los hilos enrollados en los palos. Cada
hebra del tejido procedía de un bolillo. Se sabía que estaba en esta actividad porque
los palos sonaban cuando se golpeaban entre ellos siguiendo el ritmo que
imponía la tejedora. Luego, ella iba fijando el avance de la orla con alfileres
y un par de centímetros más atrás, se podía ver el fruto de su dedicación, un
grueso rollo de encaje finamente tejido. Si hoy la pudiéramos mirar trabajando
en su telar nos parecería una joven sentada en un piso digitando su notebook.
Un niño que pudiera ver una foto de ella en esa actividad diría «qué computador
más extraño». Para ese niño imaginario la pantalla sería la almohadilla y los
bolillos el teclado.
Los bolillos con forma de lápices
de grafito colgaban de sus propios hilos enrollados a modo de carrete en sus
extremos. Un telar era una poderosa atracción para los gatos y los niños
menores. Por eso Evangelina guardaba bajo siete llaves tu equipo cuando ella no
estaba a los mandos.
Foto tomada de www.edym.tv |
Evangelina tejía estos encajes a
pedido y los vendía por metros. Unos eran más anchos, otros más angostos, unos
representaban pájaros, otros flores… dependía del cliente. Porque eran los
tiempos en que las familias compraban las materias primas para fabricar las
cosas de casa. Por ejemplo, un mantel. Se adquiría en la tienda el trozo de
tela (por lo general en el almacén de Boeri) para ese propósito. La abuela
Evangelina ponía el resto: la ornamentación para que el mantel luciera como
Dios manda. Otra necesidad era engalanar las sábanas y las fundas de las
cabeceras. Doña Evangelina proveía los encajes, que eran el valor agregado de
belleza artística para esas prendas de cama, la fantasía. Sus clientas lucían orgullosas sus
manteles con esos encajes primorosos que representaban aves, peces, ramas y
flores tejidos por la abuela…
Para mi curiosidad ella llamaba a
su producto meñaque, tejía meñaques. Y
con ese nombre los ofrecía y los vendía. La palabra no está en los diccionarios
que he averiguado, sin embargo, descubrí después que personas en Concepción también la usaban
para referirse a un arreglo fino o para un trabajo que requería una dedicación especial,
un artilugio, un virtuosismo, una cachaña.
Lidia, hermana de Evangelina, también tenía esta dote del tejido a telar
y ambas eran tías de mi madre.
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