jueves, agosto 06, 2015

PENCO Y TOMÉ PODRÍAN INTEGRARSE MÁS


Esta es la hermosa vista hacia Punta de Parra que teníamos desde esa casa familiar en el cerro Alegre de Tomé.
          Un día en La Moneda tuve la oportunidad de conocer y conversar un par de minutos con la alcaldesa de Tomé (de entonces), señora Ivonne Rivas. Ella concurría a una audiencia con el subsecretario de Desarrollo Regional. A la cita también asistían los otros alcaldes de la zona, el titular de Penco, Víctor Hugo Figueroa, entre ellos. Para prestarme atención a lo que yo iba a decirle, ella se apartó un poco del grupo. Le dije: “Alcaldesa, Tomé es la ciudad más bella de Chile, por su geografía, sus cerros, sus calles, su arquitectura, su balneario, sus barrios y su gente…” Ella sonrió con mi confesión seguramente porque la halló exagerada y me respondió: “¡Dígaselo a ellos, que lo escuchen clarito!” e indicó con el dedo a sus acompañantes, los otros alcaldes, quiénes no sabían de qué se trataba el cuento…
Ivonne Rivas, alcaldesa de Tomé.
         ¿Por qué este sentimiento hacia Tomé, que tuve la ocasión de comunicarlo directamente a su autoridad edilicia? Los fundamentos están en mi historia personal y en las subjetividades que asoman desde mi memoria y me evocan cuando visito esa ciudad. En una oportunidad, quizás en 1954, nos fuimos de Penco a Tomé para residir por un par de meses en una casa del cerro Alegre que estaba al final de una larga escala que daba a una plazuela. La casa tenía el patio que miraba hacia la bahía. La vista era increíblemente hermosa y vasta. El sitio que tenía unos manzanos, estaba en pendiente y terminaba en un cerco, después el terreno caía como un acantilado de varios metros de altura sobre la calle adoquinada. Cruzando la calzada estaba la estación ferroviaria. Yo me sentaba en un banco que había a la salida trasera y extasiaba mi vista con el mar, la isla Quiriquina, las operaciones de las máquinas de vapor en la estación local, la marcha del tren hacia Bellavista, Punta de Parra y su entrada en el túnel. Veía desaparecer el último vagón y la estela de humo que seguía emanando del boquerón. Yo pensaba con nostalgia que ese tren iba a Penco. Después miraba como trabajaban los estibadores con la carga de buques. Las naves anclaban varios metros más allá del cabezal del muelle y el trasvasije se realizaba con enormes lanchones negros de madera arrastrados por remolcadores. Esos faluchos hacían la interface entre el buque y el muelle transportando la carga, mayormente barriles de vino. Todo eso se apreciaba desde el patio de nuestra casa en el cerro Alegre.
El dueño actual de esa casa en el risco de cerro Alegre en Tomé, nos permitió gentilmente recorrer el antiguo sitio que cae a 45 grados sobre la calle que conduce a Penco. Agradecemos su cortesía.
         Fui matriculado en la escuela número 47 situada en ese cerro, que hoy se llama República de Panamá. Llegué a mediados de año, proveniente de la escuela 31 de Penco. Yo iba en primero. El director del establecimiento tomecino, el señor José Tomás Aliaga Navarro, una persona muy agradable, me presentó ante mis nuevos compañeros. Recepción con aplausos. Debí estar unos tres meses allí para después regresar a Penco con nuestro nuevo cambio de casa. En la 47 protagonicé una anécdota que resumo: los alumnos estábamos formados antes de entrar a la sala, como se usaba antes. Mientras esperábamos la orden para ingresar noté que algo me molestaba entre los dientes, con un dedo intenté retirarlo, pero no pude. La formación de mi curso estaba justo bajo un árbol de ramas largas, así que estiré la mano y tomé y corté la ramita más fina para usarla como mondadientes. Una punta de esa ramita verde era filuda como una aguja, de modo que me la llevé a la boca. En ese mismo momento, la alumna que estaba a mi lado dio un grito aterrador que sorprendió a toda la escuela y mí. “¡Ayyyyyyyyyyyy… un palote!”. Todos gritaban y yo también comencé a gritar sin saber por qué. Se desarmó la fila, se desarmó el orden del alumnado y todos los compañeros huían despavoridos. Los alumnos y alumnas me miraban con caras de espanto como si yo fuera de súbito el causante del horror.  La razón es que yo tenía agarrado de una pata un palote, ésa era la ramita que saqué del árbol. Por eso cuando miré con detención mi mondadientes, me percaté que se movía, ¡era un palote! Lo lancé lejos (pobre palote) y también salí arrancando. Cuando pasó el susto, los profesores ordenaron de nuevo todas las filas y trajeron de regreso al patio a los alumnos y alumnas que arrancaron a la calle. Antes que finalizara ese año regresamos a Penco. Cuando me fui de la N°47 el señor Aliaga me hizo un regalo por buenas notas: un lápiz de grafito y una goma nuevos, que yo guardé como un recuerdo hasta hace un par de años.
          En esa etapa de mi niñez recorrí otros cerros de Tomé: Navidad, Frutillar, Estanque. Conocí el interesante sector de California donde mis parientes tenían unas familias amigas. California está situada en un estrecho valle entre altos cerros tomecinos, en el inicio del camino a Rafael.
         Cada vez que visito esa ciudad vienen a la mente esas imágenes. Por eso no tuve empacho en decirle a la alcaldesa que Tomé era una ciudad bella. Y siempre me pregunto por qué entre Tomé y Penco no hay más intercambios de actividades si somos comunas hermanas, vecinas, compartimos la misma costa y tenemos tanta historia relacionada gracias al pasado del ferrocarril. Hay montones de familias consanguíneas que se reparten entre Penco y Tomé. Sería cosa de manejar un par de ideas y hacer el intento…        

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