Pencones en su feria de los sábado en calle El Roble. |
En Penco las amistades son eternas. La afirmación parece una hipérbole, pero en realidad es así. Sabíamos de la salud de
los vecinos, conocíamos incluso sus relaciones fuera de Penco. Si íbamos al
cementerio, pasábamos a visitar las tumbas de los que se habían ido. Calaba
hondo esto de la amistad. Eran amistades para toda la vida.
En Santiago es al revés. Las amistades existen, pero son
instrumentales. Esto es que duran mientras nos sirven para un propósito concreto.
Si ese fin desaparece, adiós amistad. Aquí en la capital se oye con frecuencia «con fulano de
tal somos compañeros de trabajo, no somos amigos». La relación entre personas
es distante. Para reafirmar este concepto, baste tener en cuenta el afecto de
los pencones que vivimos en Santiago. Cada encuentro es como abrazar a un
hermano, a un primo. La distancia calculada entre personas amigas aquí en
Santiago hace que esta relación de amistad sea hipócrita, sin compromiso. La
gente es sólo un medio para alcanzar un fin en la gran ciudad. La amistad en sí
misma carece de significación para muchos, si no para la mayoría de los
capitalinos.
En Penco, recuerdo, nos visitábamos sin aviso; la gente simplemente llegaba. Si era a la hora del almuerzo, se almorzaba a la suerte de la olla; si era a la once, un té o un café con lo que hubiera. Nadie se hacía anunciar para ir a visitar a alguien.
Aquí no, si hay onda, simpatía para una visita, hay que hacerle saber al anfitrión en forma anticipada. Tal es la cultura de una ciudad con seis millones de habitantes, no se sabe quién vive en el vecindario y si lo llegas a conocer, pronto desaparecerá porque se cambia de domicilio. No hay gente que viva establecidamente. Sólo en Penco es posible llegar a saludar a los conocidos que en realidad son amigos. El mundo social es quieto, casi todos se conocen. No hay sorpresas. Lo que he dicho puede resultar monótono, pero esa monotonía guarda el valor impagable de una amistad para toda la vida…
En Penco, recuerdo, nos visitábamos sin aviso; la gente simplemente llegaba. Si era a la hora del almuerzo, se almorzaba a la suerte de la olla; si era a la once, un té o un café con lo que hubiera. Nadie se hacía anunciar para ir a visitar a alguien.
Aquí no, si hay onda, simpatía para una visita, hay que hacerle saber al anfitrión en forma anticipada. Tal es la cultura de una ciudad con seis millones de habitantes, no se sabe quién vive en el vecindario y si lo llegas a conocer, pronto desaparecerá porque se cambia de domicilio. No hay gente que viva establecidamente. Sólo en Penco es posible llegar a saludar a los conocidos que en realidad son amigos. El mundo social es quieto, casi todos se conocen. No hay sorpresas. Lo que he dicho puede resultar monótono, pero esa monotonía guarda el valor impagable de una amistad para toda la vida…
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