Imagen referencial. |
Un pescador de Cerro Verde se presentó un día en nuestra
casa para consultar si le podrían arreglar un traje, necesitaba virarlo y
ajustarlo porque la talla era más grande. Mi tía Ana hacía trabajos para
sastrerías así que ella sabía perfectamente responder a esa solicitud. Mientras
el hombre explicaba lo que quería se dio cuenta de mi presencia, me saludó de
mano y su cara dibujó una amplia sonrisa. Siendo niño le respondí el saludo con un fuerte
apretón. Yo había sido instruido que para dar la mano había que hacerlo con
franqueza y sin debilidad. Y desde ese momento, diría, sentí que ese hombre
era mi amigo. Él le explicó a mi tía que el traje tenía una rotura en el codo y
que por favor lo remendara también porque, dijo, no quería verse él mismo
como un rotito. Y ahí yo estallé en risa y él también. Así que sin saber su
nombre mi amigo era “el rotito”. Se fue para volver a buscar
su traje virado y remendado a la semana siguiente. El tipo era bajo, ancho de
espaldas y de mirada honesta, tendría unos 30 años, el pelo corto y de
tonalidad rubia. Cuando salió y caminó por la calle miré en detalle su ropa, iba vestido como para ir a su
trabajo de pescador. Pantalón de mezclilla con pechera y tirantes, un sweter de lana cruda tejido a mano de color
gris, zapatos viejos cafés despaturrados, el hombre no usaba calcetines. De modo
que mi amigo “el rotito” se fue chancleteando y se perdió al doblar la esquina.
Mi tía comenzó a trabajar en ese encargo más tarde.
Dos días después caminando por calle Cochrane escuché que
alguien me gritó desde la otra vereda. “Hola rotito”. Era el pescador que iba
con la misma ropa y con un canasto de mariscos a entregarlo a alguna dirección.
Yo le grité igualmente “hola rotito”. Así que vez que me hallaba con este personaje
el intercambio de saludos era “hola poh rotito”.
El día señalado se presentó en nuestra casa a buscar su
traje, el que estaba listo, remendado, virado, planchado y expuesto en un
colgador. Se veía de un tono azul oscuro como nuevo. Al pescador se le iluminó
el rostro de alegría al ver que mi tía Ana había hecho un trabajo de arte,
de uno ambo que él compró en malas condiciones quién sabe dónde, ella lo
transformó en un flamante traje como recién salido de la sastrería. Pagó el
cobro y se retiró despidiéndose sonriendo de oreja a oreja. Pero, regresó dos
horas después, cuando ya caía la noche. Traía al hombro un saco que dejó caer
al suelo antes de golpear la puerta. Le dijo a mi tía “es un regalito para la casa,
señora”. Él arrastró el pesado saco hasta nuestra cocina. Era un saco de cholguas
que había mariscado temprano. Me miró
y me dijo “chao rotito” a lo que yo me respondí igualmente.
Nunca he comido en mi vida tantas cholguas y tan ricas. Las
conchas eran de color café claro y la carne blanca exquisita. Pusimos una lata
sobre un brasero y esperamos a que se asaran. Mientras consumíamos otras crudas
con jugo de limón. Mi tía salió a repartir cholguas entre los vecinos más
cercanos. Todo el mundo en el barrio estaba feliz, festín de cholguas.
Una mañana, un par de domingos siguientes a este episodio me
encontré con mi amigo en la calle y me llevé una gran sorpresa. El rotito
vestía un impecable traje azul oscuro, llevaba los mismos zapatos cafés pero bien
lustrados y calcetines. Su camisa blanca contrastaba con una corbata color
violeta. Era otro hombre, otra persona, un caballero. Muerto de la risa al ver
mi sorpresa me dijo ¡hola rotito! Y yo le dije casi al mismo tiempo “¡hola
rotito, estaban ricas las cholguas!" Y cada uno siguió su camino. Lo seguí viendo
por años, nunca me desconoció, yo ya era un hombre y nos saludábamos ¡hola
rotito! Hasta que despareció de mi horizonte.
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