Una panorámica de la pista de carreras a la chilena en el fundo Coihueco.
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Alcancé a decir “en la calle
Robles”… y en la Sociedad de Historia de Penco una voz me aclaró: “El Roble”. Muy
bien, prosigo. La calle El Roble fue escenario de carreras a la chilena durante
muchos años en fines de semana ya fuera invierno o verano. Era una fiesta
dominguera pencona en la que afloraba la chilenidad. La partida estaba en la
esquina de Cruz y la llegada, unos metros antes de Las Heras. El Roble de
entonces cumplía con tres condiciones para la realización de estas
competencias: plana, de tierra y con la orientación oriente-poniente, como
exige la norma. Cada vez se registraba una aglomeración de gente y de comerciantes
ambulantes, junto, por cierto, de mucha presencia de jinetes con sombrero huaso
y pingos bien aperados. Por el centro de la calzaba se hacían marcas con cal
para definir los dos andariveles. El público se instalaba en las veredas. Las
carreras a la chilena de calle El Roble atraían a público de otras localidades
como Tomé, Concepción, Florida. Porque era la oportunidad de ganar apuestas en
dinero. Los competidores se instalaban en la partida, por lo general muchachos
jóvenes delgados, vestían pantalón arremangado y camisa. Debían estar lo más
livianos posible.
Minutos antes de la partida se
realizaba el sorteo del lado. Quién ganaba el carril derecho, el más apetecido
porque así el jinete chicoteaba con la mano derecha, a diferencia del andarivel
izquierdo en que el competidor tenía que lidiar con chicotear a su animal con
la mano izquierda.
La regla señala que la carrera es en pelo, aunque estaba
permitido usar un saco o un pellón de cuero de oveja sobre el lomo del animal. También
estaba permitido usar espuelas pequeñas. Como los jinetes iban descalzos, las
espuelas se ajustaban directamente a los pies. Otros más delicados de piel,
usaban calcetines. No estaban permitidos los estribos. Algunos corredores se
ataban un pañuelo en la cabeza. Los caballos a su vez estaban allí con sus
propietarios listos para el arranque. Cabe mencionar a un vecino de Penco que
era muy aficionado a este deporte y que tenía animales de competencia, don
Darío Andrades. Entre tanto había personas que recogían las apuestas, guardaban
el dinero en sus bolsillos a la espera del desenlace para entregar esa plata a
los apostadores ganadores. Para el público general era divertido ver el
entusiasmo y la fe de quienes jugaban su dinero. Para los niños, lo más
simpático eran los nombres de los caballos y las yeguas: “la rucia”, “adiós mi
plata”, “el caprichoso”, “el pate’perro”, “la chica de los mandaos”, “el
colorao”, etc.
Otro ángulo de la pista de carreras. |
La organización responsabilizaba a una persona entendida –
llamada genéricamente “el gritón”—para que diera la partida y tenía la facultad
de anularla si algún caballo salía antes. Todo de nuevo. Cuando el arranque
estaba correcto, la gente gritaba “se vinieron, se vinieron”, “se vinieron”.
Entonces la responsabilidad caía sobre los veedores que debían decidir al
ganador, el primero en cruzar la meta. Allí se armaban discusiones cuando la
llegada era estrecha, porque había plata de por medio y honor que defender.
La calle El Roble dejó de ser un escenario apto para las
carreras cuando la pavimentaron allá por los años sesenta. De ahí este deporte
se desplazó a Alcázar, que reunía las mismas condiciones originales. Partían en
la esquina de O’Higgins y terminaban antes de llegar a Freire. Con
posterioridad el desplazamiento fue a Lirquén hasta que finalmente estas competencias
se instalaron en el fundo Coihueco.
La calle El Roble en la actualidad, diciembre de 2015. Las carreras se iniciaban allá al fondo y terminaban acá en el primer plano. |
En Penco los jinetes y los clubes de huasos son una tradición. |
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