En segundo plano, el muelle antiguo del puerto de Lirquén, al fondo las instalaciones modernas. |
Los productos más variados han pasado por el puerto de
Lirquén hacia los destinos más diversos. En algunas ocasiones se exportaba
trigo a granel; en otras, ganado ovino. Las ovejas entraban balando en los
espacios de los barcos destinados al transporte de animales. La cochambre
dejaba mareados a los estibadores. Por años se importó a través de Lirquén
azúcar cruda para su refinación en Penco, después que quedara inhabilitado el
muelle que la Refinería tenía al final de la calle Talcahuano. El producto proveniente
del Perú y otros países venía ensacado. Por otra parte, también durante mucho tiempo ingresaron los
insumos fosfatados para la fabricación de fertilizantes en Cosaf.
Toda la extensión del muelle estaba hecha con gruesos
tablones. Sobre ellos había dos pistas demarcadas para el tránsito de tractores
de reducida envergadura, los que arrastraban los carros con los
productos.
Desde afuera era posible distinguir algunas de las funciones
básicas entre el personal que atendía el muelle. Estaban los tractoristas,
aquellos que manejaban los vehículos de arrastre; estaban los estibadores que
se valían de su fuerza física para cargar o descargar los productos desde o hacia las bodegas de los buques. Había supervisores. Y estaban los
marinos que efectuaban labores de fiscalización en forma aleatoria en el acceso
al muelle. Era la presencia de los uniformados lo que desencadenaba una serie
de situaciones, algunas de ellas embarazosas o muy divertidas.
Pocos trabajadores estaban dispuestos a usar una forma irregular para sacar
productos y llevarlos a casa. Dejemos en claro que era un número muy reducido.
La mayoría no realizaba esta práctica. La más socorrida era la «chancha», que
consistía en envolver aquello que interesaba para hurtarlo. Una «chancha» era un
paquete cilíndrico hecho con papel. El bulto alargado podía tener hasta unos 40
centímetros de largo. Y se podía esconder con alguna dificultad entre las
ropas, en los bolsillos o en bolsos personales. Lo más importante era que la «chancha» no se notara. Y su contenido dependía de lo que se estuviera
embarcando: trigo, azúcar, etc.
El problema se producía cuando había fiscalización en la
puerta. Pero, seguramente, los trabajadores comprometidos tenían alguna forma
de «hacer sonar alarmas» cuando los marinos se presentaban para revisar. En esa
circunstancia no había otra opción que deshacerse lo más pronto posible de la «chancha» prolijamente envuelta y escondida. Nadie estaba dispuesto a perder su
trabajo de ser sorprendido con algo tan insignificante.
Me cuentan que en una oportunidad la voz de alerta la dio un
estibador a quien apodaban «el cuco», un trabajador solterón, seco para decir
garabatos. Cuando oyeron los improperios en voz alta algunos de los que venían
más atrás botaron las «chanchas». Sabían desembarazarse rápidamente de esos
paquetes, cuerpo del delito, la evidencia que justificaría una sanción. Me cuentan también que esa vez más de uno de esos bultos voló por encima de las
barandas del muelle directo al mar. Sólo «el cuco» se lamentó lanzando epítetos
después de salir a la calle de Lirquén. Era la primera vez que intentaba sacar
una «chancha» y debió tirarla al agua, ésa que llevaba tan bien guardada en sus
anchos pantalones que ajustaba con una
correa a la altura de las tetillas. Dicen que pasado el susto nunca más intentó
de nuevo.
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