Foto publicada por "La Patria", de Concepción en marzo de 1962, diario hoy desaparecido. |
Un viernes en la tarde, con ganas de irme luego a mi casa en Penco, pasé a la biblioteca a
retirar un libro para una tarea que debía presentar el lunes. Había un mesón
largo y al otro lado, los estantes con los libros, una escalera de tijeras para
acceder a los que estaban más altos, un piso y nada más. El grueso de los
alumnos se había retirado, así que yo debía ser el último cliente que se
apersonaba allí con mi solicitud. El bibliotecario me saludó y estaba
a punto de atender mi pedido, cuando me di cuenta que miró hacia la puerta por
encima de mi cabeza. Sentí unos pasos primero y después un cortés buenas tardes. Quien había
llegado era el mismísimo rector, señor Céspedes.
Por cierto que el bibliotecario se olvidó de mi pedido y se
dispuso a atender al rector. «Señor Céspedes, en qué puedo ayudarlo», le dijo
solícito el encargado desde detrás del mesón. «Mire, es que quiero descansar
este fin de semana. Estaré en el campo y me gustaría leer algo no complicado y que
me entretenga después del almuerzo», le dijo el profesor con aire de apurado
(la verdad es que él siempre se veía así). La pregunta la formuló como alguien angustiado que recurre a un médico en la esperanza de que le recetaran un medicamento. Pues bien, la solicitud y la urgencia complicaron al bibliotecario quien debía dar una respuesta
eficaz, rápida y además disponer del libro que eventualmente ofreciera; no fuera cosa que no estuviera en su casillero. Junto con
ello su propuesta tenía que ser novedosa que el señor Céspedes no conociera o
hubiera leído ya. ¡Buen problema para un viernes en la tder! debió quejarse para sus
adentros el bibliotecario.
Enfrentado a este asunto, meditó un poco, mientras el rector miraba su
reloj. Había dejado su porta documentos sobre el mesón. Entonces, el dependiente
pareció tener la respuesta. «Ya sé lo que le facilitaré», le dijo y caminó por
los pasillos interiores en busca del libro. Regresó a los pocos segundos y le
extendió un volumen al rector. Y le dijo: «Este libro lo he leído un par de
veces, por lo entretenido. Está muy bien escrito y se lo lee en una tarde,
señor Céspedes». Esperando haber dado en el clavo y frente al jefe, el
bibliotecario giró la cabeza y me miró a mí, sin duda, porque necesitaba un aliado
en esa situación… «Y de qué trata este libro, recuerde que no quiero problemas,
que ya tengo bastantes», le dijo con algunas dudas y el ceño fruncido el rector. «Bueno, es un cuento de marineros en el litoral central de Chile y
del ingenio para saciar el hambre por parte del protagonista», resumió a buena velocidad entusiasmado el bibliotecario. En ese momento, me di
cuenta que ambos me miraban con cara de interrogación. «Debe ser bueno este libro,
¿verdad?», me preguntó e involucró directamente el rector considerándome ya parte de la
conversación. «Sí, profesor», le dije arriesgando con mi respuesta que al fin y al cabo el libro no le agradara. Pero, por el momento había quedado bien con el bibliotecario…
Pensé que el error fue ofrecerle un solo libro, cuando el
bibliotecario le pudo pasar a lo menos cuatro, porque el maletín del señor
Céspedes era grande y se veía vacío. Así que con mucho esmero el rector guardó
la novela de Manuel Rojas “El Vaso de Leche” en su porta documentos, se despidió y se retiró.
COMENTARIO:
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¡Qué tiempos aquellos!
Hermoso relato, pero quiero precisar y aportar información.
El nombre del rector era Exequiel Céspedes Galleguillos, el "Pato" Céspedes que llegó a Concepción luego de ocupar el mismo cargo en los liceos de Limache y Los Andes. Como lo recuerdas tenía mucha personalidad y llegaba a la sala junto a un auxiliar que le traía el libro de clases. Era muy elegante y destacaba por sus ternos cruzados y abrigos entallados y de fino casimir. Fue profesor mío en 2° de humanidades y con mis ex compañeros siempre lo recordamos por sus clases acerca de los protozoos. Fue rector entre 1962 y 1965. Como dato, el vicerrector de la época era don Luis Rivera Gajardo.
El bibliotecario era el profesor Cerda, que compartía esta tarea con sus clases de francés. Era un gran conversador y cuando uno le pedía un libro debía soportar unas latas interminables para luego llenar una orden de salida del ejemplar que él guardaba celosamente en un archivador. Saludos, L.S.M.
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