viernes, septiembre 27, 2019

DESEMBOCADURA DEL ANDALIÉN : QUIETA Y VIOLENTA ZONA ECOTÓNICA

Playa Negra, Penco, sector de la desembocadura.

               La desembocadura del Andalién en Penco es inestable, fluida, cambiante, ¿peligrosa? tal vez. Porque así son las zonas ecotónicas, lugares donde entran en contacto dos mundos, dos ecosistemas independientes, en nuestro caso río y mar. Según los estudios ambientalistas, estos espacios naturales son, al mismo tiempo generativos, capaces y explosivos en múltiples posibilidades de vida. En ese lugar toda la fuerza del flujo de agua dulce del Andalién enfrenta su destino final transformada en remolinos caóticos de encuentros y desencuentros. Este curso frenético aleatoriamente genera islotes de arena, barras transitorias. O definitivamente crea uno, dos y hasta tres brazos que se abren impetuosos. A veces el río se encauza por una sola salida, otras expulsa sus aguas formando pequeños deltas.
               Ese choque silencioso, constante y eterno ocurre en el vértice mismo del extremo suroriente de la bahía de Concepción, donde forman un ángulo perfecto la delgada viñeta oscura y costera de Rocuant con la proyección de las arenas de Playa Negra, pero donde ambas líneas jamás se tocan por la interposición del río. El cauce es la suma de tantos afluentes menores: aguas Sonadoras, estero Landa, estero Nonguén, etc… La llegada a la desembocadura le significó al río pasar bajo tantos puentes, todos con sus números. El recorrido alcanza ese lugar donde las corrientes más extrañas se cruzan en una tranquila y desesperada locura ante la proximidad del fin. Desde una de las orillas de arena este caos solapado y silencioso se intuye sólo por las ondulaciones que afloran como lomos de reptiles opacos y brillantes. Tal es la furia medida y templada del río. Al otro lado, el mar, dando la cara de frente, responde con la risa estentórea y vivificante de sus olas que se entrechocan. Así son ahí las bienvenidas. Y la espuma blanca  es la carcajada estrepitosa del final. Porque ya está escrito, que precisamente ahí, en Penco, termine su vida el Andalién. En uno de los bordes arenosos el observador de este espectáculo quizá evoque los versos de Jorge Manrique contenidos en las «Coplas a la Muerte de su Padre»:

                         Nuestras vidas son los ríos 
              que van a dar en la mar, 
   que es el morir….

Un islote de arena forma un delta temporal en la desembocadura. (Fotograma de video, 2019).
               Pero, el ecotono de la desembocadura del Andalién es todavía más. El aire también se agita como si una puerta en la imaginación permaneciera abierta. Las corrientes áreas paralelas que avanzan sobre el río van y vienen para encontrarse con los vientos arremolinados del mar. Sin embargo, el equilibrio es tal, que nada se advierte a los ojos de un espectador desacostumbrado. El cielo ahí abre una aerovía turbulenta a las aves marinas en su diario trajín desde y hacia sus nidos y moradas en tierra firme. Por las mañana van en dirección de la bahía, al caer la tarde se las ve yendo en sentido opuesto siguiendo siempre el derrotero del río. Unas aves vuelan más alto sobre el cauce, otras lo hacen rosando los lomos de agua con las puntas de sus alas. La desembocadura es un pasadizo. Pero, también una estación para un alto y reponerse de un largo viaje.
El río en un estertor final antes de arrojarse al mar.

               Sobre los islotes deformes, los pájaros bajan del aire, hacen pie y repliegan sus plumajes negros, color que no podría ser otro en el lugar donde muere el río. Decenas o centenares de ellos y de las más variadas especies hacen escala añadiendo una conversación de graznidos que compite en volumen con las marejadas. En ese lugar se juntan pelícanos, patos liles, fardelas, garzas, gaviotas de plumas oscuras, cisnes. El bullicioso cotorreo termina cuando alguna de las aves que ejerza de líder levanta el vuelo y el resto la sigue formando una nube negra de funeral recortada contra el cielo de la tarde.   
               Cuando termina el día y cae el crepúsculo el crepitar marino no cesa, pero el aire se sosiega y llegan a las narices los aromas del campo plano de donde viene el río. Aprovechando la quietud otra nube se disfraza en la oscuridad, zancudos revuelan buscando dónde alimentarse. El crepúsculo también alienta a los peces que nadan bajo la superficie con la mitad del cuerpo en el río y la otra mitad en el mar. Los más audaces saltan y rompen el espejo del agua y otros los imitan. Por el torrente van las corvinillas, los robalos, los lenguados, los bagres en afanosa búsqueda de la comida. El Andalién nunca trae las manos vacías, siempre tendrá algún premio para los peces que se acercan desde el mar y entran por la desembocadura para probar suerte. Así transcurre la vida en el punto donde dos mundos se encuentran. Es el ritmo acompasado del sonido y del silencio, de la luz y la oscuridad, del oleaje y el remanso, del aroma de mar y del campo, del impetuoso empuje del río y de su docilidad. No hay otro lugar en Penco donde la Naturaleza exponga toda su bendición como en la desembocadura del Andalién.
Tronco arrastrado por el río en Playa Negra . (Fotograma de video, 2019).

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