La gente se apretujaba para ingresar
por la estrecha puerta de una hoja del teatro CRAV por calle San
Vicente. El espectáculo de variedades, con todo. Las radios habían
publicitado con insistencia el show de aquel día invernal. Nunca en
Penco se presentaría algo de ese nivel. La expectativa no podía ser
más. ¿Cómo no pegar codazos en las costillas para un asiento en la
galería? Primera fila. El escenario a 6 metros, con sus cortinas
vino tinto cerradas. El chivateo de la gente, imposible de controlar.
El menú incluía 3 cantantes conocidos —por
la radios—
más el plato fuerte. Un mago, el Mago Fosio, el plato fuerte.
Un
trajinado tocadiscos en la sala de proyecciones del teatro se puso en
marcha. Un vinilo rayado por el uso emitió un chirrido al roce de la
aguja gastada por el uso. Una voz de un barítono italiano se oyó en
la sala refinera. Una canción napolitana de finales de la segunda
guerra mundial que ni las radios más modestas difundían ya.
♪ D'amore io muoio.♫
Falta poco.
Amigos
que entre la multitud se gritaban sus apodos desde
distintos lugares de la sala para saludarse y decir yo estoy aquí. A voz en cuello: Pateguala, Güeñe, Porongo, Chanchoalhombro, Cantarito, Gitano, Piticoy, Chamiza, Chañe, Pataslargas, Curiche, Tomate, Pirincho, Perraflaca, Canario, Cayapo, Peje, Chimy, Conejo, Meñique y. Esa era parte de la audiencia de la galería.
Sólo había una posibilidad para poner orden en la sala –o en el gallinero– en ese caótico preámbulo: correr las cortinas del escenario. A
la más mínima vibración del largo paño de terciopelo, los molestosos sentados en los bancos y
otros arranados sobre las tablas del piso, que un rato antes
aseadores habían rociado con agua mezclada con creosota, lanzaban largos shhhhhhh. ¡Silencio! El
barítono del vinilo quedó mudo (en fade), las luces de la sala se apagaron y las
cortinas se abrieron, se abrieron, se abrieron, se abrie.
Ahora sí, silencio
total.
Primer
número, una cantante muy joven con su belleza y talento rompió
el fuego o el hielo. Cantó sus mejores títulos y estrenó otros
dos. Un guitarrista y un ejecutante de una tuba al fondo del
escenario. Más aplausos. La galería y la platea estaban arrobadas.
Después
de una hora de canciones, el plato de fondo.
El
Mago Fosio.
Expectación,
silencio. Escenario en semi penumbra. Se sienten unos pasos que se acercan
desde detrás de las cortinas. Arriba aparece un hombre flaco, alto
en sus sesentas. Fino mustache afrancesado (sin ser él un franchute), pelo peinado hacia
atrás, gomina. Levita oscura, corbata humita.
«Me presento, [voz
grave como de ultratumba] soy el Mago Fosio y pasaremos un rato
agradable». Aplausos a rabiar. Era lo que se esperaba. «No vengo solo,
me acompaña mi secretaria Mistades. Adelante, Mistades, pase usted».
La galería enloqueció. La platea empingorotada, más atrás, aplaudió colijunta, débilmente, como de costumbre. Pero, la ayudante demoraba.
El
Cayapo miró al Porongo con cara de pregunta a la espera de la secretaria de Fosio. Hasta
que ella apareció en la escena con un traje negro y medias de
fantasía (fishnet). Atractiva. Al verla, la platea, ahora sí, le dio harto volumen a su clap-clap-clap que antes había sido mesurado. En cambio, los de la galería perdieron todo
atisbo de compostura. Zafados.
Fosio,
sin embargo, se apropió de su show, como correspondía con oficio, sus trucos y
sorpresas, por los próximos 40 minutos. Comenzó mostrando sus manos juntas y
apretadas dirigidas hacia adelante. De pronto las separó y de cada una de
ellas salieron unas llamas enormes, como si sus manos hubieran sido
fuentes de fuego. Después de 3 segundos las volvió a la posición original y las
llamas desaparecieron. Así empezó la cosa. Y siguió con un conejo
sacado de un sombrero, después del interior de su chaqueta extrajo
una paloma. Mistades recogía los animales y los llevaba para
adentro. Fosio continuaba con unos pases mágicos con monedas, unas
cartas de naipes. Y, lo más entretenido, en cada caso contaba historias de lugares remotos
e ignotos por donde había ido en actuaciones o correrías: el Peloponeso, en
Grecia; Tbilisi, en la Georgia soviética; en Manila, Filipinas; en El
Cairo, Egipto; en el mítico puerto de Basora, de Las Mil y Una Noches, en Irak. Un mago viajado. Y en sus narraciones incluía derrotas profesionales sufridas frente a otros
ilusionistas. Todos muertos. Había que ser honestos, honestos. Esas
cosas que dicen los magos.
«A
ver, Mistades, elija usted a alguien de la platea para el próximo
número. Que sea un voluntario».
La mujer bajó del escenario del
teatro CRAV por una escondida escala lateral y a nivel del piso avanzó contoneándose por la galería. Pudimos
verla en detalle, su cara con una gruesa capa de maquillaje, largas pestañas
postizas encrespadas, ojos grandes y oscuros, cabello al carbón: una mata inmensa de pelo negro. Eligió al
voluntario; abro comillas: el Porongo; cierro comillas. Tomó de la mano al sorprendido muchacho y lo condujo a la puerta
lateral, por ésa en que ella había accedido a la galería y con un leve empujoncito hizo que el voluntario pasara primero. Ambos
desaparecieron detrás de esa puerta y asomaron segundos después en el escenario de
frente al público. Nunca el Porongo había subido
ahí, ni menos de cara a tanta gente. Desde esa zona iluminada apenas podía distinguir los rostros del público. El pobre estaba encandilado. Fosio, como un gran caballero,
pidió un aplauso para el voluntario con el fin de relajarlo un poco. El mago se puso de espalda
al auditorio para el truco que incluiría la participación del joven pencón. De su bolsillo oscuro sacó una especie de rueda dorada, más
grande que la palma de su mano.
«Este es un símbolo oriental que el ilusionista chino Xieng —también RIP— me regaló en Pekín». Se lo mostró al Porongo. Movimiento afirmativo de
cabeza. El mago siguió hablando del símbolo, dio pormenores inventados o quizás ciertos de su
viaje al oriente y de los problemas para regresar con esa rueda
dorada y brillante porque —según aseguró— se la querían quitar unos monjes con trenzas y ojos
almendrados. Pero, no explicó por qué lo querían despojar del símbolo si era un regalo. «Ante todo este maravilloso público de
Penco, yo haré desaparecer este símbolo mágico». Lo elevó con las
manos sobre su cabeza. Y ante
los ojos de todos, y del Porongo, la rueda dorada se ocultó entre
sus manos, desapareció. «¿Dónde está el símbolo?», le preguntó en forma directa al voluntario. Movimiento
negativo de cabeza. Y entonces tomó al joven por el brazo y lo
hizo girar para que ahora quedara él de espaldas al público. La posición de ambos cambió en 180 grados. «¿Dónde está
el símbolo?», insistió. Y la galería y la platea gritaron: ¡pegada
en la espalda del Porongo! En efecto, una réplica estaba adherida en la chaqueta
del inocente voluntario. Mistades se la pegó cuando ambos subieron la
escala detrás de la puerta y, el pencón, en su nerviosismo, no se
dio ni cuenta. Aplausos.
Número
final.
«En Fosio, mi tierra natal, cerca de Parma en Italia,
hubo un viejo mago que me enseñó el siguiente truco. Les ruego
mucho silencio, atención y concentración para que esto pueda
resultar. Gracias». El silencio que siguió fue tal que por un momento sólo se sintió una nubada que cayó sobre el techo del teatro. «Mistades, venga usted». La mujer se había despojado del
vestido negro y ahora llevaba sólo una malla en el tono con sus medias de
fantasía. Tacos. Más bella. Nuevos aplausos.
«No
les diré de qué se trata, descúbranlo ustedes».
Las
luces del escenario bajaron su luminosidad. Fade out. En el escenario, Fosio
y Mistades, brazo con brazo, de cara al auditorio. Hubo un tambor, en
redoble... Y ambos comenzaron a elevarse, a levitar... Y mientras ascendían se cerraron
las cortinas. Ooooooh. Oscuridad total. A los pocos segundos retornó la luz y las cortinas que se habían cerrado de nuevo se abrieron. Ahí estaban sonrientes el
Mago y Mistades despidiendo su show. «Cuando vaya por el mundo, [la voz ronca y profunda de Fosio] contaré de Penco y de las cosas
hermosas que he visto acá y que ustedes me han enseñado. Muchas
gracias». Los magos son honestos, honestos.
La
gente abandonó en silencio la galería... En la sala semi vacía
comenzó a oírse
♪ D'amore io muoio.
Muoio.♫
Afuera
del teatro de CRAV, en Penco, llovía y llovía y llovía y llov.
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