martes, noviembre 21, 2023

LA CASA DE LA HILDA Y EL HELADERO

LA FOTO DE ESTA HISTORIA captada el 2016 (colección N.Palma).
 
                    Lo viejo debe ceder ante lo nuevo. Por eso esta antigua construcción de madera, que debió tener más de 90 años, y la casa de hormigón de la esquina, que también fue un local comercial en O'Higgins con El Roble dieron paso a un proyecto de construcción de un parque de estacionamiento.

                    Me detengo un momento en la imagen de color azul deslavado por el tiempo, ésa fue una casa que logré conocer por dentro.

                    En la puerta de dos hojas, en las que se observan dos argollas para el candado, vivió en calidad de arrendataria la Hilda, una mujer modesta de pelo corto, emparejada con un vendedor de helados, un hombre de sonrisa fácil pero aporreado por la vida, rubio de ojos azules, cuyo nombre no recuerdo. La perspectiva del tiempo me permite estar casi seguro que le gustaba beber más de una copa. Usaba un guardapolvo blanco los domingos para ir a la playa con un tambor colmado de helados de agua envueltos en papel mantequilla los que vendía rápidamente. El tarro contenedor se lo colgaba al pecho con un terciado de cuero. Caminando por la arena y sorteando a bañistas tendidos al sol se hacía anunciar solpando un cacho de buey que sonaba como una trompeta. En el intertanto la Hilda echaba llave a esas puertas y se iba a la playa para encontrarse con su pareja. Los días de semana ella trabajaba prestando servicios domésticos en casas de los alrededores. No tenían hijos y, según mi memoria, ambos debían estar cerca de los 50. Estoy hablando de mediados del siglo XX. Ambos eran personas muy amistosas con los niños. La Hilda y él en una ocasión me reconocieron en la playa y me regalaron un helado.

                    Entrar por esas puertas de doble hoja era ingresar en una casita muy humilde, limpia, con piso encerado, una mesita y cortinas visillos en las ventanas lo que hacía muy luminoso y acogedor el ambiente interior. Ese mundo hogareño era fruto de la dedicación y fineza de la Hilda. Entre la casa de madera y el inicio de la muralla de hormigón, que remataba en la esquina, había otra puerta estrecha (no está en la foto porque la eliminaron) que comunicaba a un largo pasillo oscuro. Por el lado izquierdo del pasadizo estaba la separación con la casa de la Hilda y, por la derecha, se levantaba el muro de ladrillos de la construcción de la esquina. El techo del pasadizo dejaba entrar algunas luces porque no empalmaba bien con ese muro de la otra edificación. Debido a que las tablas del piso del pasillo estaban dispuestas transversalmente había que caminar con cuiado para evitar tropezones. Conducía a dos piezas interiores, pegadas e independientes de la casa de la Hilda. Ambas tenían el aspecto de una galería. Las ventanas interiores daban a un patio cerrado a cielo descubierto. Sus vidrios empavonados con pintura blanca no necesitaban cortinas, hecho que daba cierta intimidad a los dos piezas situadas a espaldas de las habitaciones de la Hilda.

                    Sin embargo, esas casas presentaban un problema serio: se goteaban con las lluvias. La Hilda y su pareja no podían resolver eso y tenían que mover su cama, de aquí para allá y de allá para acá para sacarle el cuerpo a las goteras. Alguien les dijo que una manera de controlar el porfiado flujo de agua era calafatear la parte afectada del cielo raso frotando las tablas con un pan de jabón. Si bien, el jabón actuaba como masilla, es de imaginar que el efecto no duraba mucho. El dueño de la propiedad nunca se preocupó de darle una solución a ese enojoso asunto para su arrendataria.

                    Para esos años yo tenía un trencito de juguete, hecho de hojalata de una sola pieza bien pintada. Salí a la calle por esa puerta para jugar en la verada sin la vigilancia de alguna persona mayor. Vino otro niño más grande y me pidió el trencito, ingenuo se lo pasé. Él lo lanzó hacia arriba contra uno de esos árboles y ahí quedó enredado. Fui por ayuda para rescatarlo pero cuando la conseguí, el trencito ya no estaba aprisionado entre las ramas. Seguramente el otro niño, no tan inocente, esperó que yo fuera hacia el interior para alcanzar el juguete y llevárselo.

                    Muchos años después, cada vez que pasé por esa vereda se me venía a la memoria ese episodio de la infancia lejana. Por eso, hace un tiempo tomé una foto de la escena para considerar si valía la pena contar esa historia de niños y al mismo tiempo mostrar el interior si aún se correspondía con mi descripción. El color azul de las maderas fue el original de este relato, no lo modificaron nunca y permaneció así porque la orientación del inmueble lo protegía de la lluvia con viento norte.

                    En la esquina pegada a la casa azul, entonces abrió sus puertas al público una carnicería, frente al emporio de Boeri. El negocio lo atendía su propio dueño, una persona a quien le decían don Licho. Don Licho alcanzó renombre de buen carnicero de Penco entre los que estaban Antonio Figueroa, en su local de la esquina de Alcázar y Cochrane y tal vez la más mentada: la carnicería de don Manuel Ulloa, en Las Heras y el Roble. Por ese mismo tiempo existió el negocio de carnes llamado El Torito, en Freire con el Roble. O sea, en 240 metros lineales, había tres negocios del mismo rubro: El Torito, don Manuel Ulloa y don Licho.

                    El heladero y la Hilda, luego de vivir ahí algunos meses, se mudaron no sé adonde; los sigo y seguiré recordando con mucho cariño porque eran buenas personas. Nunca vi que después de ellos hubiera moradores en esa propiedad cuyas puertas permanecieron por siempre cerradas. Alguna vez tuve la idea de volver a visitar la casa y poder recorrerla por dentro, como he dicho. Pero, no tenía a quien dirigirme para pedir permiso y cumplir ese deseo. Hace dos días me llamó mi amigo Andy Urrutia para informarme estar sorprendido por el súbito cambio de la esquina y por la rapidez con que pasó la niveladora y se llevó todo eso. Este tipo de cosas se observan constantemente. Al final ya ni sorprenden. La modernidad pasa por encima y, sin proponérselo, también arrastra en mil fragmentos una parte de las historias de las personas y de sus barrios.

ESTE ES EL ASPECTO QUE presenta hoy la esquina de O'Higgins con El Roble. Un parque para estacionar vehículos se habilitará en el lugar. (Foto de Andy Urrutia).

No hay comentarios.: