El viejo Efraín a veces venía caminando desde la puerta de su casa en calle Alcázar con tranco de viejo para meterse en nuestros grupos e informarse de las conversaciones de gente mucho más joven que él. Rara vez intervenía, aunque es cierto también que los demás no le dejaban espacio, así que se conformaba con oír lo que contaban. Tampoco nadie le preguntaba su opinión, otra falta de respeto de jóvenes hacia una persona mayor.
Igualmente, Efraín se divertía de lo que en esos grupos se hablaba. Sonreía y reía como todos de los chascarros que se decían en especial de los ausentes. Unos cuentos eran anécdotas entretenidas, otros simplemente pelambres picantes. En esas reuniones informales nunca faltaba una situación que desmenuzar y pasarlo bien; conversaciones en cualquiera esquina de Penco.
La gente, principalmente los hombres, se juntaban sin citarse en las veredas de las intersecciones. Era lo más común en esos años en que no había más que hacer cuando llegaba el crepúsculo, sin televisión ni todos los medios digitales que se desarrollaron después.
Cuando un avispado contaba una talla todos los demás reían, incluido el viejo Efraín, pero cuando terminaban las risas y comenzaba otro relato, el viejo seguía riéndose de la anterior. Llegué a pensar que se debía a una comprensión tardía del chiste.
Un día conversé solo con él y me atreví a preguntarle discretamente que me parecía extraño eso de prolongar la risa cada vez. Le pedí que me contara cuál era la gracia adicional que le hallaba a las tallas o si yo me estaba perdiendo algo sabroso que no llegaba a comprender.
Al viejo le lagrimeaban los ojos por algún problema de presbicia, tal vez conjuntivitis. Cuando terminé mi pregunta me pidió que le explicara mejor. Le dije qué curioso don Efraín (así se llamaba o así lo conocíamos entre el vecindario donde vivíamos) que usted no comprenda mi pregunta pero sí las tallas de los otros...
El viejo se puso serio. Me miró directo entre esas lágrimas que lo obnubilaban. Me pudo ver como a través de un parabrisas en medio de la lluvia. Y lo que me dijo me dejó petrificado. A continuación transcribo con mis términos a mi modo, más o menos, eso que le oí puesto que él usó un lenguaje vulgar. Debo admitir, eso sí, que a pesar de esa limitación de vocabulario sus palabras tenían un fondo de aguda sabiduría:
«Le entendí desde el principio, amigo, sólo que quería estar seguro de su real interés por eso le pedí que me lo repitiera. Bien, le explico: eso que ustedes hallan gracioso yo lo he escuchado una y otra vez a lo largo de mis años, desde que era joven. ¡Imagínese! Lo que me sorprende después de todo este tiempo es no oír nada nuevo; siempre lo mismo. Por lo tanto, –y aquí espero satisfacer su inquietud– no me río de las tallas porque las conozco, sino en realidad me río de la estupidez humana. Si llega a mi edad, ya se dará cuenta usted».
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Don Efraín, cuyo apellido no recuerdo, fue un marino de la Armada de Chile. Como grumete embarcado visitó varios países, según contaba. Fue un antiguo vecino pencón del barrio Alcázar fallecido hace ya muchos años.
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